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Este artículo forma parte del ciclo «REPO – Relatos Polifónicos de la música en pandemia». Hasta fin de año, distintas voces latinoamericanas registran el impacto de la crisis en la industria de la música en tiempo real. REPO es un proyecto coordinado por Cecilia Salguero y Carlos Sidoni. Desde la provincia de Formosa (Noreste de Argentina) el autor reflexiona sobre las sensorialidades musicales perdidas y por recuperar.

La vendedora de Chipa (del idioma guaraní chipá, alimento cuya preparación más tradicional es a base de almidón de mandioca y queso semiduro) de mi cuadra cantaba de una forma muy particular. Era un canto lírico, folclórico, callejero… una mezcla muy singular que mostraba su potencia y capacidad vocal. Un canto hipnotico.

La escuchaba siempre que venía a media tarde, como para comer una chipa entre mates. Como se la escuchaba venir desde lejos, me preparaba y salía a esperarla. Generalmente cantaba en la cuadra y el vecindario se iba asomando para comprarle. Algunxs ya estaban sentados desde más temprano en la vereda. Ese era un momento de mirarnos entre vecinos y vecinas.

Cuando empezó la cuarentena dejó de venir. No percibí el dramatismo del problema hasta que un día de frío me detuve en las actividades y pensé: «Qué lindo día para comerse una chipa…«.  Nunca me había preocupado por tener su contacto telefónico: la chipera pasaba y a través de su canto yo me enteraba de su llegada. Me lo avisaba mi percepción, mis sentidos… era una experiencia de conexión sensorial «real» sin intermediarios que, en ese momento caí en la cuenta de que había perdido de un día para otro.

Pasaron varios días, semanas de encierro y no se sabía nada de la chipera del barrio. Terminando el primer mes de cuarentena, salí a la vereda por casualidad y ahí la ví: en bicicleta, como siempre, pero ahora con tapa-boca, su canasto y alcohol en gel pegado al manubrio. La llamo, se acerca y me cuenta que si bien no tenía permiso de circulación, pues según el criterio del “Consejo Provincial Covid19” el suyo no es un trabajo «esencial«, salió a trabajar para alimentar a sus hijos, y me ofreció agregarme a un grupo de WhatsApp para que por ese medio pueda anunciar su llegada a la cuadra. En ese momento me pareció una buena actitud de adaptación y sentí que era la nueva forma de relacionarnos. Traté de adaptarme al formato igual que varios vecinos más que estábamos en el grupo. En varias oportunidades intenté comprar chipa por este medio pero siempre algo sucedía: a veces porque ya había pasado y veía el mensaje tarde, o ese día no salió en el mismo horario habitual. Fracasó… el grupo de WhatsApp «Chipera de Villa Hermosa» nunca funcionó. Ahora el canto se transformó en un emoji, los vecinos en etiquetas y así con todo. Se virtualizó, y no, no funcionó.

Pienso: ¿Y si era su canto lo que realmente nos daba ganas de comer la chipa? La música tiene la capacidad de despertar emociones, de llevarnos a visitar territorios emotivos perdidos. Le pregunté si volvería a cantar y me dijo que le gustaría, sólo que no le parecía prudente hacerlo por la cantidad de policías en todas las cuadras y ella no tiene el permiso para trabajar. Lo único que tiene es miedo. Miedo a que la multen.

La economía de bajo contacto (denominación utilizada para describir al paradigma donde la satisfacción de una necesidad se produce a través de plataformas digitales, entre individuos que no se vinculan presencialmente) tiene un enorme impacto en destruir vínculos y conexiones reales. La consigna tácita que nos atraviesa como sociedad para frenar las conexiones que no sean a través de dispositivos o con protocolos, establece en nosotrxs nuevos miedos. Me quedo pensando en esos nuevos miedos. Pienso en lo increíblemente insensibles que somos a la pérdida de nuestros pequeños y genuinos espacios de encuentro. Y aunque no sea tarea de todos visualizarlo creo que tampoco es de nadie.

Cuando empezaron las plataformas de streaming y redes sociales, el modelo de economía digital propuso como primera narrativa empoderadora de su propuesta, la idea de que no tendríamos más intermediarios: el consumidor tendría contacto directo con lo que consume. Esa inspiradora y desburocratizante idea solo fue una ilusión. Hoy el diálogo con el “algoritmo» o con el «robot», como a mi me gusta decirle, es un hecho y ese actor es el nuevo gran influenciador de nuestras vidas. Pienso en todas esas profesiones artesanales que desaparecerán de nuestro panorama cultural. O seguirán ahí, pero el hecho de estar tan pendientes de nuestros dispositivos nos quitaran la posibilidad de interactuar con ellos.

El desafío es pensarnos como seres humanos dueños de un caudal inagotable de percepción captada, frenada por este proceso de digitalización cultural al que estamos siendo sometidos. Y que quede claro: no estoy diciendo que haya que frenar ese proceso pues lo veo como infrenable. Lo que estoy diciendo es que podemos perder de vista las posibilidades y potencialidades de ser sensibles a experiencia reales, cotidianas, humanas. Porque ese canto no era sólo un camino de acceso a la chipa, sino también era el encuentro de los vecinos y, fundamentalmente, era un espacio libre de intermediarios y con todos los sentidos puestos en función en un hecho que mezclaba cultura, alimentación y autogestión.  

Esta anécdota de la “señora Chipera” me hizo pensar en la obsesiva creación de nuevos territorios o espacios virtuales de gestión (grupo de WhatsApp o cualquier otra plataforma) como nuevo estándar de relacionamiento, en detrimento de otros espacios de “auto eco organización” que ya existían, alegando dinamizar economías, sentires y ánimos. Entiendo perfectamente que hay una idea de mantener un status sanitario en relación a este nuevo universo de pandemias pero me pregunto: ¿Cómo cuidar esos universos artesanales potentes y genuinos, en este nuevo paradigma? ¿Nos toca resignarnos a perderlos? En estos nuevos territorios que se crean avanzamos sin mapas, o con mapas que fueron creados o habitados por algoritmos y lenguajes que nos dicen por donde ir.

Es fundamental que recuperemos el mapa sensible de nuestra vida. Y que esa sensibilidad tenga que ver con la humanidad y no con los shots de dopamina que construyeron las inteligencias artificiales. Los «genios» de Silicon Valley son los “Chicago Boys” de esta dictadura informática que atravesamos.

¿Cuál es el rol del arte? ¿Qué lugar ocupa la música y sus paisajes en este nuevo imaginario que propone el paradigma pandémico? ¿Cómo se está construyendo la nueva normalidad y que deja de lado?

Pienso en la chipera, en su canto y en una frase anónima que leí escrita en una pared de Formosa: “¿Para qué existe el arte? Para que la realidad no nos destruya”.

2 comentarios
  1. Kyt Zia
    Kyt Zia Dice:

    No sé que es una chipa, mas se me ha antojado probarla en un imaginario en el que ella sigue cantando. Qué pena esa pérdida invaluable del canto de la chipera.

    Responder

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