Manifiesto del Arte Territorial
El lunes 23 de septiembre a las 19 horas en el Teatro Nacional Cervantes, el Fondo Nacional de las Artes estará entregando un premio a la trayectoria para Eduardo Balán, principal referente de la organización Culebrón Timbal y amigo, y maestro, de quienes creemos que el arte y la cultura pueden cambiar nuestra sociedad.
Hace 20 años el Culebrón Timbal comenzaba una viaje mágico por tierras latinoamericanas con su carromato lleno de música, teatro y arte. El inicio del viaje se produjo a partir de la publicación del “Manifiesto del Arte Territorial”, un documento rescatado de los recovecos del espacio tiempo que marcaría y daría sentido a toda la producción artística, política y cultural del Culebrón de épocas pasadas y venideras.
El documento también nos marcó a quienes por esas épocas comenzábamos a transitar por los caminos de la militancia cultural, especialmente a quienes veníamos de las periferias territoriales y simbólicas de nuestros territorios, y fue un parteaguas a la hora de pensar en cómo deberíamos desarrollar nuestras producciones.
Por este motivo, desde RGC nos pareció que el mejor homenaje que podíamos hacer al maestro, era disponibilizar, ahora en formato digital, el manifiesto pronunciado por Jeri Bulkás un año antes que las bombas cayeran en la plaza, y que El Culebrón nos regaló a finales del milenio.
Manifiesto del Arte Territorial
El juego es anterior a la muerte
El encuentro es anterior al gesto
El vacío es anterior al golpe
Y las miradas son anteriores al vacío
Antes está el círculo que la recta
Y el calor es anterior a la llama
Primero viene lo anterior
Y luego comienza lo primero
El deseo es previo al movimiento.
Las cosas no empiezan donde el Poder dice que empiezan
Por eso pueden terminar donde el Poder no quiere que terminen.
Si pudiera reducirse a una sola batalla la inmensa malla de conflictos creativos que protagonizan los organismos humanos en su camino por el universo, seguramente sería una de carácter pedorro.
Se trata de la sorda guerra entre nuestra tendencia a situarnos sobre el placer de vivir y el irrefrenable impulso, también nuestro, de abrazarnos a la angustia de la vida y el engaño del tiempo.
No hay, para nuestra desilusión, más pelea que ésa. Ningún dispositivo de la muerte y la opresión tiene en su pulpa otra glándula que no sea la de la angustia. Y nada hay hermoso en una vereda que no haya crecido sobre la fuerza del placer de vivir.
Esta simplificación abstrusa tiene, mis amigos, un sentido didáctico. Es menester ubicar el juego del poder sobre ese mapa, y es nuestra tarea descubrir al arte como una posible trampa libertaria a urdir juntos desde hoy. Para eso hemos venido hoy a descorchar este tintillo; para ver de qué modo una sutil gambeta estética puede alterar el curso de esta guerra diríamos eterna e instantánea.
El Poder, de su hormiguero de axiomas y mandatos, debe extraer divisas y señales para explicar a todos y a cada uno que nuestro deseo de competir con el otro debe matar a nuestra tendencia a cooperar con él. ¡Tarea aciaga si las hay! No hay ningún objeto complejo en este salón que pueda fabricarse sin que dos seres humanos cooperen. Y ninguna cosa de este salón necesitó ineludiblemente para existir que dos personas compitan entre sí. Este micromundo real que compartimos aquí, existe primeramente sobre los comportamientos cooperativos. ¡Qué gigantesco esfuerzo de adoctrinamiento exige el convencernos de que debemos competir entre nosotros hasta morir! ¡Cuánta invención de razones!¡Que titánica creación de pelotudeces y estafas filosóficas! No debe engañarnos el hecho de que la convicción de la preeminencia de la competencia por sobre la cooperación sea común y corriente al punto de que no reparemos en el portentoso esfuerzo formador que el Poder despliega sobre nosotros cada mañana. Posado desde el alba en nuestra angustia de vivir y en el engaño del tiempo, el Poder suda sangre para distraernos y dirigirnos.
Imagínense; debe convencernos de que tenemos que adoptar, para orientar nuestras vidas, un principio generador, una fuerza, que, objetivamente, ningún rincón del universo necesita ni pide. Feo trabajo. Una misión que se ejecuta por enfermedad, por mucho dinero o por auténtica boludez consolidada.
Sin embargo, esta introducción no va a lograr esquivar un dato de acero: la realidad de que el Poder logra gran parte de su cometido.
La angustia es poderosa. Cada sueño, cada dolor, cada noche, es un chicotazo con el que la muerte nos provoca. El paso del tiempo, la enfermedad, el miedo mismo al abandono propio y al de los que nos quieren y la aspereza de las órdenes genéticas tejen un pantano en nuestro interior, en nuestro vacío, de una magnitud tal que, en la desesperación, la muerte misma aparece como una salida. Sobre esa pesadilla trabaja el Poder, acicateando la irracionalidad humana, llevándola a la masacre histórica de sí misma y del holocausto del territorio en el que vive, plantando siempre tótems semióticos en la cima de todos esos sacrificios heroicos.
Distintos rostros en esos tótems, claro. Opuestos. El semblante divino del Poder eclesial, monárquico y feudal en la Edad Media, y el gesto Laico de la Ciencia, del Progreso y del Parlamentarismo de Mercado en la Edad Moderna. Ambas unicidades exigiendo muerte, dolor y disciplina y, además (y aquí viene el tema que nos ocupa), diseñando los andariveles de toda la múltiple acción humana, sobre todo la que lleva componentes de resistencia, de contestación, de combate.
Así como el teocentrismo feudal de antaño programó un arte pío, sacralizado y catequístico, también el individualismo y la serialización capitalista urdieron el esqueleto de un tipo concreto de argumentación y sentido del hecho artístico.
La creación es casi siempre un gesto libertario, claro. Echar mano de nuestra capacidad de juego con las representaciones, y diseñar una nueva unidad-en relación- estética con el mundo es un rasgo de indisciplina. Por eso el poder es especialmente cuidadoso en el procesamiento y la dirección de esa energía. Y, mis amigos, para ver con claridad las estratagemas del Poder sobre nosotros hay un movimiento casi infalible, que es la observación de nuestras tristezas.
Tres erupciones de dolor, tres placas de parálisis veo yo hoy sobre los tendones del arte y los artistas: las he llamado «el ojo que se atraviesa a sí mismo», «el laberinto en forma de cono» y «la guarida-cobijo que nos mastica».
La creación es casi siempre un gesto libertario, claro. Echar mano de nuestra capacidad de juego con las representaciones, y diseñar una nueva unidad-en relación- estética con el mundo es un rasgo de indisciplina. Por eso el poder es especialmente cuidadoso en el procesamiento y la dirección de esa energía. Y, mis amigos, para ver con claridad las estratagemas del Poder sobre nosotros hay un movimiento casi infalible, que es la observación de nuestras tristezas.
Tres erupciones de dolor, tres placas de parálisis veo yo hoy sobre los tendones del arte y los artistas: las he llamado «el ojo que se atraviesa a sí mismo», «el laberinto en forma de cono» y «la guarida-cobijo que nos mastica».
El ojo que se atraviesa a sí mismo
Vaya a saber si por una liviana interpretación de la primitiva identificación del arte con las tareas demiurgas, o por la relación que puede entablarse con el ilusionismo, lo cierto es que algún fétido espolón envenenado de individualismo hiere a la aventura creativa mientras avanza por la ruta.
No hay que hacer un gran esfuerzo para encontrar el dispositivo jugando. Basta escucharnos hablar después de unos copetines a los artistas para ver con qué facilidad encendemos una suerte de carrousel destartalado repitiendo mecánicamente sentencias en torno a la supremacía esencial del hecho estético por sobre el resto de la creación humana.
Claro, al peregrino desprevenido, el descubrimiento del poder del juego consciente con las representaciones le abre en el tablero una suerte de grieta colorida que provoca un deslumbramiento enceguecedor. Es comprensible. Lo que sucede es que, a poco de rodar (no sé si se trata, en mi caso, de un activo de la vejez), ese juego se ubica en un escenario cada vez más múltiple, integrado autónomamente en una constelación de juegos creativos, también incorporando representaciones simbólicas, también alterando la comprensión del mundo, también introduciendo rupturas en las prácticas y despertando emociones.
Las estratagemas de los ladrones, los manuales de mecánicos, los rituales de santeros, los cantos de la tribuna, las pasadas del formón sobre la viga, las caricias eróticas, los chistes de loros, los buñuelos, las muescas en el mango de un cuchillo, el tirón del alambre en los postes, y miles de movimientos y acciones humanas más, importan una ingeniería cultural y una bravura de invención imposible de diseccionar estáticamente y, lo que es mejor, imposible de disciplinar. Quizá sea ésa la galaxia madre, la patria itinerante y silvestre de la que surge el arte. La amenaza más honda que la humanidad guarda en su alma cada día para enfrentar el proyecto de la muerte. En este sentido, la tarea de los artistas ocupa en ese universo el lugar correspondiente a las operaciones sobre los símbolos, hermoso trabajo si los hay, pero apenas una fase, un capítulo, un circuito del delta pantanoso de la creación humana.
El Poder impone la supremacía del «arte» por sobre el resto de la acción humana para no tener que reconocer a la lógica de la invención simbólica, creativa e indisciplinada en el trabajo y en la organización de la toma de decisiones colectivas.
El escencialismo individual en torno a la naturaleza del arte es el dispositivo que desactiva, o por lo menos acota y desvía su potencial de transformación. Y para hacerlo cuenta con la angustia de vivir y el engaño del tiempo que los artistas alojamos en nuestros corazones, y que nos lleva a abrazar esta vocación como forma de identidad en la separación con respecto al «mundo cotidiano», de instalación en el panteón de los notables, el éter de los consagrados, en el podio de los mejores.
El mundo bulle de creación indisciplinada, gregaria y cooperativa, y las lógicas del Poder ubican a todas de manera en que compitan entre sí, se odien y diseñen las arterias de alimentación de animales fofos y gigantescos que proyectan a la muerte todo el día en nuestros ojos.
La actividad artística no escapa a esta jugada, con algunas especificidades inherentes a su campo de trabajo. No se trata aquí de igualar indiscriminadamente acciones distintas o de trazar un simplismo demagógico en torno a la tarea artística, pero es indispensable extirparle al arte cualquier cucarda intravenosa con que el Poder lo haya distinguido para legalizar su potencia creativa en desmedro de cualquier otra esfera de la acción humana.
Este mamarracho conceptual incuba una larga serie de desaciertos, como la visión incompleta del hecho artístico que prescinde de sus condiciones sociales de generación, acceso colectivo y procesamiento, la definición brutal del artista como iniciador de ese circuito y el concepto de autoría como aspecto fundante del mismo.
Semejante fanfarria entorno del arte y los artistas ha provocado, con la complicidad de éstos últimos, que se les haya anquilosado su capacidad de ubicarse y ubicar su trabajo con eficacia en las claves filosóficas y sociales de su época. Al contrario, toda su reflexión en ese campo parece limitarse al hallazgo o al diseño de una estrategia de crecimiento del prestigio personal y de la obra, utilizando con picardía los elementos del laberinto coyuntural que se les ofrece. Cualquier otro intento de una relación más integral y transformadora con el conflicto social parece un exotismo militante, ya que, supuestamente, el arte funciona con una lógica autónoma ligada al «inconsciente colectivo», cuyas leyes son inteligibles sólo para las misteriosas fuerzas de la consagración y la popularidad.
El artista se autopercibe como el depositario de un bien de cualidades mágicas, situado en un plano diferente de la realidad y ligado a lo metafórico y lo poético.Ese dispositivo lo lleva a regurgitar durante toda su vida una pelea procesual con su autoafirmación y su manejo de la desmesura, ubicando a todo «el afuera» como una escenografía hostil a la que debe vencer sobre los carriles de se jerarquización como artista. Amigos, esta conducta expresa el respeto y la obediencia a los más puros mandamientos de este Poder entristecedor que nos jode cotidianamente.
El arte encuentra su función en el circuito de la indisciplina creativa y solidaria que circula por las calles; debe buscar su sitio en la enorme fiesta que se desarrolla entre nosotros y que el Poder oculta: la celebración del conflicto múltiple, el viaje a la invención libertaria y el placer de la amistad y la creación colectiva.
Arte líquido y sólido buscando las correntadas que señales en el territorio nuevas arterias, que alimenten el crecimiento de órganos más felices.
No es el arte el inicio del arte. Como se sabe, las cosas no empiezan donde el Poder dice que empiezan, por eso es que pueden terminar donde el Poder no quiere que terminen. La verdadera llamarada se inicia en la indisciplina social, creativa y solidaria, y no hay arte más fecundo que el que se ubica en ese acorde para proponer historias, simbologías y estéticas. Ninguna escuela artística, ninguna tendencia, ningún nuevo pensamiento brotó positivamente de los laboratorios metafóricos de las academias ni de las cuevas de la bohemia, sino de la cruza entre estos relatos y el choque furiosos de las fuerzas microscópicas o portentosas del conflicto social dado en un territorio. Ese es el acicate que interpela al pensamiento estético, a la creación simbólica.
Ustedes podrían preguntarse si las infinitas bellezas artísticas producidas por burgueses, indiferentes o fascistas deben ser separadas del patrimonio cultural humano, por reaccionarias o mediocres. Y a eso yo contestaría con un par de ideas, precedidas por un largo trago del tintillo.
La primera es que no vamos a andar hablando del arte territorial para trazar otra frontera imbécil en el universo, sino para ubicar a nuestras creaciones en el juego más inquietante que nos ofrece esta era de la humanidad.
La segunda es que las explicaciones son una maravilla humana, que reordena la realidad y le programa nuevas fisuras de avance, aún cuando mientan un poco. En esa clave, yo me permito asegurar que tras toda invención artística hay un impulso de ruptura iniciado en el juego de la realidad (una indisciplina), que necesita de la acción de otros para su procesamiento (indisciplina social, solidaria), cifrada en la creación de una nueva unidad estética-en-relación (indisciplina social, creativa y solidaria).
La traición a este impulso fundante se empieza a perpetrar cuando por la angustia de vivir o por causa del engaño del tiempo, los artistas, burócratas y sargentos varios ubicamos a este movimiento en andariveles reglamentaristas, pasivos, buscadores de la consagración, circuitos ajenos a los de la indisciplina social, creativa y solidaria.
Con esta traslación, con este cambio de manos, con este truco fatal, el Poder altera la potencia del hecho artístico y lo encorseta en las arterias del consumo y la obediencia, aunque la unidad creada contenga la energía de un choque de montañas. Intenta y logra que la indisciplina cifrada en el arte llegue a ser objeto de consumo y, con ello, garantía de obediencia, mientras exhibe al impulso de rebelión como inherente y privativo de minorías y vanguardias, de locos, estetas y mercachifles de novedades, y no como una clave viva en los adoquines, guardapolvos, estatutos, cigarrillos y boletos de la vida cotidiana.
La trampa primera, amigos, hay que buscarla al comienzo, en ese arrullo motivador y desafiante que es la mentira del artista como iniciador, como demiurgo, como autor autárquico de unidades estéticas completas y cerradas, circulando por la realidad cotidiana.
No. Hay que sacar al artista del comienzo del arte.Y luego, sacar al arte de los canales del arte.
El laberinto en forma de cono
Lo que entroniza a la perversión en un organismo es un foco de absorción de energía que no genera más vida. Una mala ilusión, un sol estéril, es la maldición de los fluidos y de las formas de existencia vital.
Así funciona la segunda de las paparruchadas que nos debilita: la desesperación por el reconocimiento público y la aceptación velada o explícita del circuito de jerarquización empresaria del arte, presente en las academias, institutos, jurados, torneos, archivos y panteones de la belleza y la verdad.
La producción compulsiva de estímulos es inherente a la tarea de disciplinar. Y es más efectiva en tanto se ubica en dispositivos organizados en el espacio y el tiempo en forma de estrategia.
A este islote nos va llevando nuestra angustia de vivir y el engaño del tiempo. A buscar como cascarudos una lámpara en la que freír nuestras tripas de insecto. A nadie se le escapa que la producción artística de la humanidad no tiene nada que ver con el paquetito de figuritas que se trafica en las ventanillas de los órganos evaluadores del Poder.
No quieren procesar la producción, pero tampoco podrían. No hay silogismo matemático ni geopolítico que legitime la pertinencia del premio de ninguna academia de mierda. Absolutamente cualquier honor está viciado de nulidad si decora el régimen de exclusión y sometimiento de las mayorías del planeta. Esta realidad debería ser suficiente para que dejemos las fanfarrias en la otra cuadra y busquemos satisfacciones más cancheras. Pero no es así.
Y no es así porque detrás de la atracción que ejerce sobre nosotros el reconocimiento erudito, está una visión reduccionista del concepto de eficacia en el hecho artístico, dado por el impacto en la percepción de espectadores. La adopción de esta categoría (“espectador”) como el único rol constituíble por la existencia de una obra de arte revela un profundo complejo de invisibilidad. Quien necesita espectadores, quiere aplausos, quiere premios, quiere reconocimiento, quiere un perdón. Digámoslo con crudeza: el que necesita público, es una víctima. Y una víctima recurre a todas las artimañas posibles para sobrevivir; diseña y sostiene el lugar del Poder, condecora al amo y cava, siempre, su propia fosa.
Este movimiento genera la cadena de idioteces que culmina en la aceptación de los circuitos de jerarquización artística: los institucionales y los abiertamente comerciales.
Dirán: “el pelotudo nos quiere hacer creer que no necesita el reconocimiento de los otros”, a lo que yo responderé “el pelotudo dice que no considera suficientemente ambicioso circunscribir al impacto en la percepción de espectadores el mecanismo que hace efectiva a una obra de arte, sino a su ubicación en el juego de la indisciplina social, a su poder de multiplicación simbólica”. Esta clave reconoce al producto “obra de arte” y a su necesaria relación con interlocutores, pero no concibe al momento del descubrimiento como la escena principal y determinante del proceso, sino como un círculo más en el tejido de percepciones activas que forman el hecho global del Arte Territorial.
A todos nos gustan los aplausos, pero pensar el arte en un movimiento cíclico en torno a ellos, nos deja una suerte de cuadro formado por un ojo que se atraviesa a sí mismo circulando por un laberinto en forma de cono, en cuyo extremo hay un espejo enmohecido y muerto; todo pende en un mundo de imágenes, sin tendones, ni secreciones, ni fluidos. Las transformaciones necesitan no sólo de la energía perceptiva, sino de la mecánica, no sólo de símbolos, sino de músculos.
La dependencia con respecto a la mirada de los otros, del reconocimiento, del aval de los circuitos de jerarquización empresaria del arte, produce otra serie de atrofias en la tensión creativa, como la incapacidad de construir corredores y circuitos ligados a la rebelión cotidiana, la falta de elementos para construir “programas” artísticos territoriales, en desmedro de la sobreabundancia de recursos para producir estas seudo-obras rengas, enclenques y mendicantes.
Así se va completando el circuito de nuestra tristeza. Aceptamos que somos el inicio del arte, como dice el Poder, e inmediatamente debemos aceptar a los canales y las jerarquías del arte, también diseñadas por él.
No. Hay que sacar al artista del inicio del arte, sacar al arte de los canales del arte y perder algunos planes entre los planes que buscan la bahía.
La guarida-cobijo que nos mastica
El camino bocetado desde la angustia de vivir y el engaño del tiempo va recorriendo el desafío del reconocimiento y la señales de jerarquización del Poder con suerte dispar. Si los movimientos nos acompañan con buen tiempo, iremos llegando a los sitios de la certeza invulnerable, el recuerdo de “nuestra gente”, el “amor popular”, los panteones de la paz final.
De no ser así, los artistas debemos construirnos un círculo estético y conceptual, un ghetto más o menos correcto, políticamente hablando, en el que, con suficiente documentación y folklore, celebremos la derrota con hidalguía y explicaciones.
Ambos escenarios nos brindan el mismo cálido efecto: la certeza de haber circulado por el mundo hacia un digno encuentro con nuestro propio miedo. La trinchera final que nos mastica.
Amigos, los círculos de seguridad del arte son, a mi entender, el tiro de gracia que el Poder nos propone. Una suerte de auto rebaño de ovejas idénticas a mí, protegido de unos lobos que tienen nuestro rostro, pero desdibujado entre otros millones. El final patético e inexorable que tanta estafa le preparó a lo que puedo ser una leyenda libertaria.
El eco de nuestros trazos, el silencio posterior, el quinto reflejo de nuestros gestos, debe formar parte de otra constelación para convertirse en un hecho multiplicador.
Unos colores que muten en madera y metal, en rudimentos de costura, en caminatas errantes y gozosas, llenas de nuevos sonidos.
El final que podemos urdir es ése, y no el que el Poder necesita. Un arte imaginado para disolverse en un plan es invencible, y nos deja la satisfacción de haber sorteado el engaño del tiempo con una sonrisa, con la pesadilla de la muerte a cuestas, pero sin disfrazar al miedo con la esterilidad de la protección individual.
El espectáculo vivo de los círculos de autoayuda de artistas e intelectuales constituye una enorme señal de debilidad, proyectada por el Poder al resto de nuestros vecinos; una sofisticada maqueta de formación cívica a través de la cual, la voz transparente explica : “Toda invención libertaria es una excusa para la búsqueda de cobijo”.
Amigos, debiéramos templar nuestras almas en un sendero que nos deje agarrotados de esfuerzo, difusos en una nueva máquina humana, desafiante de los circuitos nomenclados, las secuencias, las series previsibles.
Porque se pueden desdibujar esos finales, y un par de casilleros antes de los finales del juego, cambiar alegremente de tableros. A los islotes siempre los trae el río, despedazados de barro y de mestizajes, y son basura flotante antes de ser estructura y sustento. No hay que buscar ahí el dibujo de la bahía. En los estanques no puede verse la arquitectura del futuro; mejor buscar en los riachos, en la crecida, en el líquido que circula y se pierde, con millones de planes adentro.
Pero, para eso, hay que dedicarle nuestras horas a la invención de un mundo, y no sólo de una obra. El despliegue de esa ingeniería en el vacío es la pesadilla gozosa que vivimos los enloquecidos por la artes territoriales.
Recogiendo la mercadería
Hagamos una síntesis doctrinaria de toda esta mentira: no podemos ver al artista y su mundo interior como inicio del hecho artístico. El verdadero origen son las relaciones de indisciplina social creativa y solidaria, cuya expresión en el trabajo simbólico ejercen los estetas con sus oficios y sus artes. A partir de esta aseveración es que se constata que el movimiento ejercido por el Poder sobre la creación artística se basa, principalmente en la ubicación de la obra como producto a consumir. De esa forma puede aceptar los “contenidos” discursivos de transgresión, pero nunca la alteración de los circuitos de socialización de una obra.
Esta realidad puede haber sido obviada en otras edades de la historia, como un elemento aleatorio a la verdadera potencia de la creación. Hoy, la opereta global en curso y la escandalosa auto-exclusión suicida a la que el Poder nos fuerza, revelan el enorme protagonismo conceptual del cuerpo circulatorio del hecho artístico, su importancia a la hora de inventar la integración en las dinámicas creativas de otros mundos.
El mejor arte que podemos inventar puede ser uno territorializado, abierto, cuya materia de trabajo sea una obra, concebida desde su funcionamiento y sus relaciones con las prácticas de emancipación.
Un arte nuevo debe buscar su lugar en los recorridos de la indisciplina social, creativa y solidaria. Esta apuesta, calificable y con razón, de arbitraria y voluntarista, altera la noción de obra, el concepto de hecho artístico y la imagen de relación con interlocutores y “público”.
- El Arte Territorial existe concretamente en una zona geográfica y cultural. Al concebir al hecho artístico como un conjunto de mecánicas de creación y procesamiento simbólicos, ligados al impulso de invención social, la aceptación de un territorio se vuelve condición de fecundidad, garantía del estudio de los amores y las picardías zonales, la demarcación de un juego histórico entre calles concretas.
- El Arte Territorial opera entre las fisuras y las zonas de vacío que se despejan ante nuevas realidades; esos conflictos y corrimientos revelan las fallas de los sistemas en torsión y abren el escenario para la experiencia estética. De esta manera, la traza geográfica se aleja del culto de los pintoresquismos locales y establece zonas de intervención metafórica en las rupturas, en lo que aún no existe ahí donde estamos.
- El Arte Territorial genera obras y productos en relación, que circulan entre interlocutores a través de una serie de círculos, en un tejido de percepciones activas cuyos extremos son, por un lado, el territorio y el conflicto social, y, por el otro, un plan de crecimiento en la invención política de emancipación.
- El Arte Territorial no excluye del tejido de percepciones activas con que circula entre sus interlocutores a los circuitos del “mercado”, pero centra su trabajo en la creación de corredores y espacios de encuentro entre las arterias y capilaridades de la organización comunitaria ligada a las luchas sociales. Este esqueleto central permite compartir la “obra” desde otros puntos de interlocución y sumar a las zonas abiertas por el mercado y el fin de lucro en un proceso de signo múltiple e imposible de ser dirigido unilateralmente.
- El Arte Territorial no genera “obras” unitarias y estáticas, sino programas de trabajo simbólico que integran a las creaciones artísticas, a los actores comprometidos en nuevos circuitos de comunicación y a las organizaciones y grupos que disputan frente a las fuerzas del mercado la direccionalidad del conflicto social en territorios delimitados y especìficos. En este sentido, para el Arte Territorial, la construcción de estos tejidos y programas son parte central de “la obra”.
- El Arte Territorial procesa sus creaciones en el marco de una estrategia y un plan ligado a los actores y a las organizaciones y grupos con los que se comparte el trabajo. Por eso sus “obras” no pueden agotar su eficacia en el impacto en la percepción de espectadores, sino en su capacidad de generar interlocuciones y condiciones de acción dentro de proyectos de emancipación compartidos.
Hay una relación de parentesco entre las modalidades artísticas de pantalla y de exposición y las conductas de obediencia o de consumo. Las lógicas presentes en el Poder sitúan ahí los límites del hecho artístico, aunque lo adornen cínicamente con los datos de un contexto social dinámico. Pero tenemos resto para plantearnos cuánto puede avanzarse en el trabajo sobre el conjunto de relaciones que se abren en el proceso creativo, ubicando a los productos del mismo dentro de un plan múltiple, que transforme una zona concreta desde el conflicto social.
No hacemos otra cosa al propugnar esta impertinencia del “arte territorial”. No decimos inventar ninguna escuela estética novedosa, ni hace un aporte especial en el campo de las vanguardias simbólicas, ni mucho menos cultivar el pintoresquismo suburbano y melancólico que tantas arcadas nos provoca. Decimos que si nos acompaña una era del mundo en donde la pulsión por concentrar, excluir y reprimir ha llegado a su cúspide peor imaginada, oculta tras una opereta global en ciernes, sólo nos cabe hacer un arte “de emboquillada”, que circule por todas las avenidas que ha diseñado el Poder en su afán de no morir, pero para terminar cayendo en el barrio, en el guiso mismo de la injusticia y la esperanza cotidianas, entre la carne y los sudores de nuestros vecinos. Nada habrá realmente hermoso si no se vuelca en capilaridades nuevas que acaricien los puntos de energía que rodean al conflicto social y a la organización popular. Decimos que está viciado de vulgaridad lo que se cae de la boca de esa Rana Fluorescente que se posará en los vientres de las futuras generaciones. Decimos que hacer “arte territorial” no implica de por sí concretar algo bello, sino intentar una invención soportable a la mirada de los parroquianos. Aseguramos que no quedan podios apetecibles y que es mejor abrazar otra divisa que diga “Artista, pinta tu aldea, que ni siquiera pintarás tu aldea” .
Jeri Bulkás. Charla pronunciada en 1954, en el Parador “El Entrerriano”.
Jeri Bulkás nació en 1892 en la localidad de Sarandí, Avellaneda, provincia de Buenos Aires. Proveniente de una humilde familia sureña del Conurbano (su padre trabajaba cueros y correajes en las Talabarterías Oxendorm y su madre entró ilegalmente al país con un contingente de gitanas de Polonia), a los quince años se incorporó como aprendiz en las imprentas del Diario “Agitación y Propaganda”, dirigido por Anastasio Stellezzani, publicación de tendencia anarquista.
El contacto con el vértigo periodístico y su voracidad intelectual lo acercaron al grupo teatral “La Guadaña”, en el conventillo zefaradí del Barrio de Barracas, donde conoció a Eustaquio López Pidal, al Gaucho Mc Furlan, y a Jojena y las seis del Noreste, cuya compañía permitió que el joven Bulkás comenzara a arriesgar en comilonas campeonatos de tute sus primeros escritos en forma de cuentos cortos, ensayos o diletancias del alcoholismo.
Su colaboración en distintos periódicos porteños le valieron el reconocimiento de un importante número de artistas e intelectuales, nucleados en esos años en el llamado “Movimiento del Río”, una suerte de réplica local del translingüismo francés (Gouché, Lilian Dichon, Bervedere, etc.). en forma paralela a su desempeño como periodista y crítico literario, Bulkás desarrolló una obra notable por su prosa ágil y contundente, su proverbial manejo del absurdo y una poesía heredera de la letrística gitana tan popular en Avellaneda durante la primer década de este siglo.
También escultor y apasionado militante, en 1947 inauguró una muestra titulada “Pesadilla Neuronal Obrera”, en una instalación que significó una suerte de adelanto de su postrer conceptualización del Arte Territorial.
Sus esculturas, empotradas en las paredes de las cervecerías Bemberg en Lanús, sostenían composiciones gráfico-pictóricas diseñadas a partir de las actas de las asambleas de delegados, un retrato gigantesco de Filomeno Solari, el sereno de la sección tres del establecimiento, tres canzonetas ejecutadas por la orquesta de los hermanos Silvani en el depósito y una pequeña libreta con escritos del propio Bulkás, que se entregaba al público a la salida del circuito, en la Plaza del Barrio Ferroviario.
En 1949 y en 1952 realizó otras dos muestras tituladas “Alborozo” y “La Cuchilla Americana”, en donde profundizó y perfeccionó sus tesis en torno a la estética urbana y al arte territorial, que expuso en su ensayo “La Vida como Administración Fecunda de la Locura” (1954). En esos años también protagonizó una serie de incidentes en los que se lo vinculaba con el consumo de drogas ilegales, situaciones sobre las que se expidió en la abundante correspondencia epistolar que mantenía con la Principessa del Cruce de Castelar.
Bulkás estaba escribiendo en 1956 una novela policial (“El Cuenco”), cuando desapareció misteriosamente durante los días de los fusilamientos de José León Suárez. Su cuerpo sin vida fue encontrado meses después en una hondonada del Arroyo Independencia, con seis impactos de bala en el pecho, los hombros y el cuello, sin que ninguna autoridad diera explicaciones en torno a su deceso. Tenía en esos momentos 64 años.
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