Palabras para refundar las políticas culturales y Brasil
Las políticas culturales se nutren de muchas actitudes, actos, programas, proyectos, eventos, formulaciones y palabras, que se articulan y entrelazan en redes de sentido. Las palabras, vitales, no pueden venir de la moda, siempre subordinada al imperio de lo efímero, en la noción inspirada de Gilles Lipovetsky. El campo de la cultura, como cualquier otro en la contemporaneidad, está permeado por lo efímero producido en la sociedad del consumo desenfrenado para acumular capital. Las políticas culturales, además de actitudes, actos, programas, proyectos, eventos, formulaciones, deben tejerse con palabras llenas de significado en sintonía fina con el presente. Pero no en sus apariciones más inmediatas, la ideología, en la concepción perspicaz de Theodor Adorno. Las palabras, capaces de expresar y traducir dinámicas sociales, sirven como poderosas directrices para políticas culturales atentas a su tiempo y lugar.
Los momentos actuales, heridos por los últimos tiempos oscuros en el país y en el mundo, producen profundas consecuencias en la sociedad, la política y el mundo de la vida. Es imposible olvidar los ataques golpistas y violentos a los tres poderes de la República el fatídico 8 de enero de 2023. El genocidio planeado por la anterior administración federal contra los yanomamis no merece ser olvidado. No deben pasarse por alto muchos otros ejemplos de la barbarie perpetrada. Estos, omnipresentes, tienen que ocupar centralidad en las reflexiones y palabras sobre Brasil y sus políticas culturales. Hoy y siempre, impedir la reproducción de la barbarie es un requisito fundamental de la política, la cultura y las políticas culturales. Sin tal actitud, pierden su esencia y significado más importante.
Frente a las múltiples manifestaciones de barbarie que invaden a diario el mundo sometido al capitalismo neoliberal y al neofascismo, florece el clamor por la democracia. La idea de que es un valor universal, tan enfatizada por los pensadores italianos y por el bahiano Carlos Nelson Coutinho, parece ser cada vez más consensuada. Todos acarician la palabra democracia, pero hoy le dan múltiples y contrastantes interpretaciones. La intensa disputa sobre el significado de la palabra democracia demuestra el poder de su agenda y, al mismo tiempo, crea impases no desdeñables para su realización, ya que impone un enorme desgaste a su eficacia y radicalidad. La barbarie se alimenta, en parte, de promesas de democracia incumplidas. Mucho peor, a veces, en nombre de pretendidas democracias son engendradas barbaries y dañados pueblos enteros.
En una perspectiva liberal, la democracia se reduce al régimen político del Estado. En ella, la democracia se instala sólo en el ámbito de las normas y reglas de la dinámica política de la sociedad. El resto de las relaciones sociales quedan fuera de su ámbito. En cambio, sin menospreciar nunca la relevancia de la democracia en el ámbito estrictamente profesionalizado de la sociedad política, la izquierda, que hoy se asume democrática, exige más: también otras relaciones sociales, especialmente las públicas, necesitan ser democratizadas para la configuración de la democracia en plenitud. Las políticas distributivas y de reconocimiento articuladas juegan un papel crucial en la construcción de una democracia ampliada. Esta no florece y se sustenta en situaciones de profundas desigualdades económicas y sociales y de violencia y no respeto a la diversidad política, sexual y cultural. La socialización del poder en la sociedad surge como un proceso de lucha esencial para desarrollar una democracia más amplia.
La barbarie, impuesta desde el golpe de 2016 e intensificada durante la administración de Messias Bolsonaro, obligó a los sectores democráticos de la sociedad a poner en el centro la cuestión democrática. Se convierte, hoy en día, en el principal divisor de la coyuntura política y cultural brasileña. Es poco probable que las políticas culturales ignoren tal centralidad. Se ven obligados a enfrentar la disputa existente entre los procedimientos y valores autoritarios, propios de la barbarie, y los democráticos, necesarios para superar los tiempos oscuros vividos en Brasil y en el mundo. Sin esa conexión con la democracia, las políticas culturales dejan el camino abierto para la persistencia del autoritarismo, los privilegios y la violencia física y simbólica contra la alteridad, la diversidad y la pluralidad. Las políticas culturales no pueden callar sobre la barbarie que nos amenaza y destruye el civismo, ya tan desgastado por el autoritarismo, las desigualdades y los privilegios, carencias actuales de la sociedad brasileña.
La primera y primordial palabra para las políticas culturales del nuevo Brasil se llama democracia. La cultura hecha de formas de vida, comportamientos, gestos, actitudes, palabras, argumentos, sensibilidades, emociones, valores y tantos otros ingredientes, necesita asumir rasgos democráticos y enfrentar manifestaciones, también culturales, autoritarias. Se traduce, por tanto, como cultura ciudadana, cultura democrática, cultura política democrática, ciudadanía cultural, derechos culturales y términos similares. La confrontación político-cultural vigorosa emerge como vital para el presente y el futuro de Brasil.
En el mundo y en el Brasil forjados por el ascenso del neoliberalismo, el neofascismo y las guerras culturales, que pretenden transformar a los opositores en enemigos a destruir, no cabe en las políticas culturales ninguna ilusión de neutralidad. La extrema derecha, en el poder, como en el Brasil reciente, o fuera del poder, pone en escena la disputa político-cultural de las concepciones de sociedad y sus valores en su modalidad de guerra cultural. El enemigo inventado se llama “marxismo cultural”, una miscelánea de pensamientos emancipadores de muy diversa índole. Mezcla el marxismo occidental de Antonio Gramsci, la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, las teorías feministas, las ideas contra el racismo, las ideas de los movimientos LGBTQIA+ y varias otras formulaciones libertarias.
Busca prohibir y prevenir todos los aspectos de las concepciones político culturales críticas y, en su lugar, entroniza e impone un mosaico de monoculturas autoritarias. Así, la extrema derecha revive en el escenario contemporáneo la disputa político cultural, que la izquierda parecía haber olvidado. Las viejas formulaciones de lucha ideológica, batalla de ideas, disputa por la hegemonía y similares, tan relevantes en la tradición de la izquierda, fueron olvidadas, paradójicamente, en el momento en que la democracia como valor fue asumida por una parte sustantiva de la izquierda. ¿Cómo disputar la democracia, en formas democráticas, sin desarrollar disputas político culturales? Tal olvido impone cargas políticas y culturales muy dolorosas y ha impedido la profundización de la democracia en la contemporaneidad.
Los gobiernos del PT entre 2003 y 2016 parecieron desatentos a esta indagación. Es extraño que, después de tantos años de gobiernos moderados de centroizquierda, hayan surgido y crecido valores conservadores y autoritarios en la sociedad brasileña. Todos debemos saber que tales valores existieron durante mucho tiempo como resultado de la historia del país marcada por el autoritarismo, las desigualdades, los privilegios, la discriminación, la violencia física y simbólica, el genocidio de los pueblos originarios y casi 400 años de brutal esclavitud. No sólo tenían un ambiente propicio para emerger, sino también para desarrollarse. La ausencia de disputa político cultural y la falta de confrontación con los valores autoritarios resultó en la paradoja: después de 14 años de gobiernos de izquierda, una parte importante de la sociedad se volvió y demostró ser conservadora.
La frágil confrontación en las administraciones del PT, más allá de las fronteras de la democracia liberal, así como la producción diaria de odio a través de muchas instituciones, especialmente de los medios de comunicación, tienen una enorme responsabilidad en la construcción de tal escenario. El cuasi monopolio de los medios; la activación de sectores conservadores de las instituciones, como el poder judicial, y la acción antidemocrática de las clases dominantes forjan el ambiente. Tales factores, por relevantes que sean, no pueden hacernos olvidar el descuido de la izquierda con la disputa político cultural. La vieja ilusión economicista creía que bastaba elevar socialmente a las personas para que asumieran afinidad con el proyecto del PT. El economicismo, por ejemplo, olvidó que la ascensión social se percibe a través de narrativas que explican el mundo y la vida. La ascensión puede considerarse derivada del esfuerzo y mérito personal en la ideología competitiva capitalista. Se puede imaginar que proviene del apoyo divino en la versión de la ideología religiosa. Puede pensarse como resultado de políticas públicas, en narrativas más cercanas a la izquierda. Finalmente, puede interpretarse según distintas narrativas, todas ellas en disputa. El olvido de la disputa político cultural de las narrativas sobre el mundo y la vida ha tenido repercusiones dramáticas en nuestra historia reciente.
Las políticas culturales para el nuevo Brasil no pueden ignorar el nuevo escenario, diferente al vivido en 2003, en el que evidentemente existían disputas político culturales, pero en un ambiente con más civismo, con menos violencia física y simbólica y con disputas no tan impuestas, expuestas y expresada en la coyuntura, como sucede hoy. De esta manera, revisitar las políticas culturales innovadoras desarrolladas desde la administración de Gilberto Gil, en 2003, hace veinte años, puede ser inspirador, pero no es suficiente para actualizar las políticas culturales necesarias para el momento grave y tenso que vivimos. El mundo y Brasil son diferentes, para bien o para mal. La actualización de las políticas culturales se convierte en un ejercicio crucial para la refundación de la nación brasileña.
Una nueva constelación de palabras clave parece ser crucial hoy en día. La principal, como ya se dijo y repitió, la democracia en disputa. Pero una palabra clave no es una palabra mágica que lo solucione todo. Su mención no es suficiente para que las políticas culturales se transformen, sin más. Exige traducirse en formulaciones complejas y conexiones adecuadas, en proyectos y programas, que materialicen tal palabra orientadora. Surge una pregunta fundamental: ¿cómo concebir políticas culturales que conecten y estimulen culturas democráticas? Una pregunta nada sencilla, que exige una elaboración exhaustiva y rigurosa, que trasciende este texto.
Inmediatamente, es necesario superar la idea ilusoria de la neutralidad de las políticas culturales, que invade subrepticiamente incluso a las administraciones democráticas y de izquierda. Las políticas culturales a menudo se reducen a meras políticas de financiamiento, donde el Estado solo proporciona y transfiere fondos a hacedores, colectivos, comunidades, movimientos, instituciones y empresas para producir cultura. La gestión bancaria, para recordar la astuta noción de Paulo Freire, parece temer o avergonzarse de lo obvio: toda gestión toma decisiones y, en consecuencia, hace política, asuma o no su responsabilidad. Una convocatoria pública, para asumir un formato aparentemente más institucional y neutral, implica siempre opciones: elección de áreas a contemplar, definición de requisitos de participación, delimitación de criterios y comités de selección y un sinfín de deliberaciones más. Finalmente, las políticas culturales no son neutrales, ni solo formalistas, como pretenden algunos.
Además de superar la ilusoria neutralidad, es necesario explicitar qué políticas culturales se quieren desarrollar. La explicación requiere coherencia y trae implicaciones que es necesario afrontar. Por ejemplo: ¿las políticas culturales del Estado democrático deben apoyar actividades, proyectos y obras sexistas, racistas, homofóbicas, xenófobas, negacionistas, supremacistas y similares? Un sí precipitado, en nombre de la no injerencia del Estado, paradójicamente, cuestiona y desmiente el nombre mismo de democracia que usan las políticas y el Estado. Un no rápido encubre peligros potenciales que deben ser considerados, como una posible censura y culturas oficiales, insípidas y acríticas. Pese a las amenazas, la respuesta más coherente es un rotundo no, en la habitual expresión de Leonel Brizola. El Estado y las políticas culturales democráticas no pueden doblegarse a la reproducción de autoritarismos, discriminaciones, prejuicios y privilegios por temor a enfrentar peligros. La delicadeza del tema exige de la democracia capacidad para poder lidiar con las sutilezas.
La democracia emerge como vital, pero las nuevas políticas culturales también se alimentan de otras palabras orientadoras, que han emergido en estos 20 años de avances y retrocesos de nuestra vacilante democracia, en la interesante percepción de Leonardo Avritzer. Cómo olvidar la noción de diversidad cultural que, a pesar de estar llena de ambigüedades, causa furor entre los fundamentalistas ideológico-religiosos de la monocultura. La diversidad cultural se volvió cada vez más esencial para la construcción de un Brasil lejos del mando del varón blanco occidental entronizado como dueño del poder. Fundamental para construir una nación tejida por muchas y diversas personas, géneros y culturas, siempre oprimidos e invisibilizados en su historia.
¿Cómo olvidar la ciudadanía cultural y los derechos culturales, que emergen en estrecha relación con la diversidad? ¿Cómo no valorar la pluralidad, después de tanto autoritarismo y fundamentalismo negando la alteridad y su existencia esencial para la democracia? ¿Cómo no ser conscientes del federalismo cultural, después del bello y sudoroso experimento de las leyes de emergencia cultural, grandes victorias en un escenario en el que la cultura era vilipendiada y atacada a diario por fundamentalistas y neofascistas? ¿Cómo no imaginar que estas y otras palabras están en el centro de las políticas culturales? ¿Cómo concebir la vieja lucha por la centralidad de la cultura en la disputa político cultural inherente a la democracia sin recurrir a la noción de transversalidad, tan recurrente hoy en discursos y manifiestos? Transversalidad que permita asumir la cultura en su noción ampliada, como tantas veces ha dicho Gilberto Gil, y, principalmente, dialogar y permear los más diversos ámbitos sociales, todos ellos impregnados de culturas, en disputa.
Todas estas y otras palabras clave escriben las nuevas, necesarias y posibles políticas culturales. Son requisitos fundamentales para la imaginación de nuevas políticas culturales. Sus intersecciones no son automáticas sino laboriosas. Requieren esfuerzo y creatividad para tejer articulaciones, inventar programas y proyectos que las traduzcan y su implementación en prácticas complejas, coherentes, creativas y ricas. Nos toca a nosotros ponerlos todos en marcha y luchar por refundar la cultura y Brasil.
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