¿Y eso con qué se come? Reflexiones sobre la gestión cultural en la Argentina

por

-Hijo, ¿no tenés un libro o algo que explique lo que hacés?
Porque yo les digo pero no me entienden”

 “-¿¿¿Gestión cultural??? ¿¿¿¡¡¡Y eso con qué se come!!!???”

Las preguntas transcriptas son producto de diálogos reales y cotidianos que he tenido con personas cercanas, que me conocen bien pero que no se pueden explicar cabalmente cuál es mi profesión. Así de simple y así de complejo. 

A quienes somos gestorxs culturales, el difuso campo de la organización de la cultura y sus múltiples posibilidades nos vuelve una especie de trabajadorxs inasibles, líquidxs, de quienes no se puede saber muy bien qué hacen. ¿Artistas?, ¿productorxs?, ¿promotorxs?, ¿militantes?, ¿administradorxs?, ¿emprendedorxs?; ¿somos todo eso a la vez? 

Para ser honesto, es probable que cada una de estas preguntas, dependiendo del momento y del lugar, pueda tener una respuesta afirmativa. De modo que se justifica un poco la confusión, porque al fin: ¿qué es la gestión cultural en la Argentina? 

He aquí el primer nudo a desatar. 

Tomaré entonces la punta del ovillo y empezaré por buscar algunas definiciones. En efecto, la gestión cultural es una disciplina novedosa dentro del campo de la cultura, por lo que se hace necesario brindar algunas precisiones sobre su constitución. 

Ubicada en el centro de los procesos de creación, producción, formación y difusión (Mariscal Orozco, 2012), la gestión del arte y la cultura constituye una profesión de especialización que se va construyendo históricamente a partir de la segunda mitad del siglo XX. De carácter polisémico, al igual que los propios conceptos de arte y de cultura, la gestión cultural es una profesión deudora de diversos campos y disciplinas, como el artístico, la sociología, la administración, la economía, la historia o la política. Por esta razón, también, el ejercicio de la gestión cultural se ha desarrollado desde diversas perspectivas conceptuales y ha servido, y sirve, como significante de diferentes acciones, experiencias e intervenciones; como rasgo común a todas ellas, siempre como mediaciones o articulaciones (Bayardo, 2018) de proyectos, obras y/o personas. 

Como profesional del área, una propuesta que me parece orientadora es la revisión que hace Linda Rubim (2005) sobre la caracterización de los intelectuales en la cultura de Antonio Gramsci y la pertinencia de ubicar la gestión cultural dentro de la dimensión de la “organización” de la cultura. Este esquema es especialmente útil para ilustrar el perfil profesional de lxs gestorxs culturales en Latinoamérica, ya que permite pensar en un campo amplio y diverso de intervención, que además cuenta con un sujeto activo y militante para su constitución. Un ejemplo de esto puede encontrarse en la definición acuñada durante el 1er Seminario de Formación de Formadores en Gestión Cultural que se organizó por el programa Iberformat en la Ciudad de México en 2003, donde se logró construir una definición común para la práctica profesional de la gestión cultural en nuestra región:

La gestión cultural trata de establecer una comunicación productiva entre los discursos sociológicos, económicos y antropológicos, y las instancias sociopolíticas, con miras a lograr un mutuo enriquecimiento entre niveles teóricos, socioculturales y técnico administrativos. Es por lo tanto un campo de acción práctica con debates teóricos y controversias ideológicas en torno a los conceptos de cultura, identidad, región, territorio, globalización, modernidad y posmodernidad, lo privado y lo público, diversidad y cultura, y un quehacer que recoge todos los conflictos de los contextos donde interactúa. Pero más allá de los debates teóricos, la finalidad de la gestión cultural está centrada en promover todo tipo de prácticas culturales de la vida cotidiana de una sociedad que lleven a la concertación, al reconocimiento de la diferencia, a la invención y recreación permanente de las identidades y al descubrimiento de razones para la convivencia social. Gana terreno la acción cultural de los gestores por cuanto es un factor contributivo al mejoramiento económico y al desarrollo social, en tanto promueve prácticas que les otorgan horizonte y sentido a los fines de un desarrollo integral. (Bobbio, 2011, p. 214)

Esta concepción se apoya en –y también toma partido por– la definición amplia de cultura impulsada por la Unesco, y está claramente encuadrada en la noción de políticas culturales para el desarrollo que dicha institución viene sosteniendo desde la Conferencia de Venecia (1970) en adelante. Como puede observarse, la declaración del congreso presenta una definición más sobre los procesos de la gestión que sobre la acción específica, proponiendo dos dimensiones de intervención concretas: debates teóricos y la vida cotidiana. 

Parecería que el ovillo se volviera a enredar… pero no tanto, porque si bien este posicionamiento conlleva el problema de la amplitud de su referencia, invita a pensar en un ejercicio profesional con miras a la integración social, y entonces el asunto se clarifica más. 

En particular, me interesa recuperar la idea de que la gestión cultural “es un campo de acción práctica con debates teóricos y controversias ideológicas”, porque esto convoca a reflexionar sobre un campo profesional cuyo desarrollo está tensionado por disputas, y su ejercicio requiere claramente una toma de posición. Hay debates y tensiones, toda vez que hay culturas, y es en la gestión de sus diferencias que podemos encontrar las acciones en las que se asienta el desarrollo profesional. Este es tal vez el nudo principal y uno de los temas en los que más debemos poner atención, especialmente en esta época en la cual la “culturización de la política(Rubim, 2011) nos pone en un rol central, no solamente para el desarrollo cultural, sino también para el fortalecimiento de la cultura democrática y de paz en nuestras sociedades. 

Al respecto, algunos colegas alertan sobre la necesidad de construcción de un “código deontológicode la gestión cultural profesional. Uso aquí la categoría profesional como distinción, siguiendo los planteos de José Luis Mariscal Orozco (2014) y Rafael Morales Astola (2018), que definen tres ámbitos donde se realiza la gestión cultural. Para el primero serán el ámbito laboral, el profesional y el académico, en tanto que para el segundo, la gestión cultural cotidiana, la comunitaria y la profesional. Como puede verse, ambos autores coinciden en señalar un ámbito específico de formalización de la gestión cultural integrado por aquellas personas que se han formado para ello y que intervienen en el campo de la organización de cultura. De hecho, Morales Astola es autor de Libro blanco de las buenas prácticas de gestión cultural en España, editado en 2017 por la Federación Estatal de Asociaciones de Gestores Culturales de ese país. Este texto se basa en los códigos deontológicos aprobados por esa federación en 2010 y busca justamente homologar el piso de los sentidos compartidos por el colectivo de gestorxs culturales profesionales de España.

Y desenrollando el hilo un poco más, se advierte que en escala local, en la Argentina la gestión cultural cuenta con un crecimiento sostenido desde hace por lo menos 25 años, consolidándose como un campo de ejercicio profesional cada vez más dinámico y diverso, pero con una formalización incipiente y con un gran potencial de desarrollo. Desde el punto de vista de la acreditación de conocimiento, mediante un relevamiento realizado para el proyecto de investigación “Gestión cultural en la Argentina” (IIAC-UNTREF 2016-2017), se verificó que actualmente existen en el país más de treinta ofertas de formación, entre propuestas de grado, posgrado y especializaciones varias, y que algunas de ellas cuentan ya con veinte años de implementación y con varias decenas de personas que se han titulado e insertado en el campo como profesionales. A su vez, puede observarse que tímidamente comienzan a aparecer pedidos de este perfil profesional en las ofertas de empleo, principalmente para la incorporación de personal en el ámbito público, pero también en algunos sectores de la economía de la cultura, algo que es muy promisorio. Además, es notorio que cada vez más proyectos y emprendimientos culturales cuentan con personas que están formadas, o se están formando, en gestión cultural, nutriendo un ecosistema cultural cada vez más diverso con propuestas de calidad y con un alto grado de desarrollo profesional. Asimismo, existen abundantes trabajos que dan cuenta de la constitución del campo en nuestro país, como el de Mónica Lacarrieu y Mariana Cerdeira sobre la experiencia de creación del Instituto de Cultura Pública; o el completísimo y actualizado análisis sectorial de Rubens Bayardo en el que además pasa revista al panorama actual del campo; los de Carlos Elía y José Luis Castiñeira de Dios publicados por la revista de la Asociación de Gestores Gubernamentales en 2009; y muy especialmente el trabajo del querido maestro Ricardo Santillán Güemes junto a Héctor Olmos, quienes, con el objetivo de discutir las nociones más gerencialistas de la gestión desde una perspectiva situada, local y latinoamericana, editaron, con valiosos aportes de otrxs colegas, en el año 2004 el libro El gestor cultural. Ideas y experiencias para su capacitación. Todos ellos brindan un detallado panorama del proceso de constitución de la gestión cultural en la Argentina, y su lectura e interpretación es muy importante para el marco teórico del desarrollo del campo profesional.

Así y todo, nuestro trabajo aún sigue siendo muy difícil de explicar o visibilizar, y tal vez en eso tengamos una cuota de responsabilidad quienes nos dedicamos a esto. 

¿Será posible entonces pensar una estrategia que permita colocar la gestión cultural en el menú de profesiones “explicables” en la Argentina? Creo que sí, y que además de posible, también es necesario. Por eso aprovecharé las próximas páginas para compartir algunas ideas sobre las oportunidades que tenemos a la mano para contribuir a la profesionalización del campo de la gestión cultural en la Argentina. El camino propuesto parte desde la necesidad de homologación de un piso común y de la lucha por la visibilización del trabajo frente al Estado, hasta llegar a la revisión de nuestras prácticas, algunas de ellas anquilosadas y amenazantes, que necesariamente deberemos cambiar para poder lograr un pleno desarrollo profesional. 

Homologar un piso común

Un sentido claro que ha tomado la gestión cultural profesional en la Argentina, y que ha sido el hegemónico durante gran parte de su desarrollo, es el dado por el mismo contexto de su surgimiento en la década de 1990, que sitúa la profesión como “gerenciamiento” de proyectos culturales (Wortman, 2005). Desde esta perspectiva, sus elementos constitutivos tienen que ver más con la dimensión administrativa de proyectos culturales y la eficiente gestión de los recursos asociados a ello. Pero ya tempranamente, lxs gestorxs culturales de América Latina comenzaron a revisar sus prácticas, y con el apoyo del trabajo crítico de investigadorxs ligados a los nuevos planes de formación, empezaron a sistematizar sus experiencias. Esto ha permitido contar con algunas herramientas para disputar la noción hegemónica de la gestión cultural, valorizando el trabajo de organización de la cultura realizado en los particulares contextos de nuestra región, donde las inestabilidades democráticas y la profunda desigualdad social proponen desafíos diferentes de los meramente administrativos. Así, se ha homologado, al menos “en los papeles”, un piso común de sentidos y significantes desde donde apuntalar los procesos de profesionalización en marcha en Latinoamérica, que no necesariamente encuentran en lo económico sus elementos de constitución. Me refiero aquí a los procesos ligados a las redes de cultura viva comunitaria, a los colectivos de economía solidaria, de comunicación, de software libre, pero también a los diversos espacios de experimentación, los espacios de diversidad, los proyectos de integración cultural desde sus más diversas facetas. No obstante, también es cierto que, en paralelo, aún coexiste la identificación de la profesión con el gerenciamiento. Y esto último, sumado a los cambios de gobierno sucedidos a partir de 2015 en buena parte de la región, ha permitido un resurgimiento de la gestión cultural en su acepción hegemónica: al igual que en los años noventa, aparece hoy un Estado jibarizado: hablar de políticas es mala palabra, por eso el desplazamiento semántico. Es clave, por lo tanto, entender cabalmente la importancia de tomar posición. 

Visibilizar la profesión 

Uno de los principales problemas/oportunidades que tenemos en nuestro país es la invisibilización de la gestión cultural profesional como actividad económica. Mucho se habla de los aportes de la cultura a la economía, principalmente desde las industrias culturales, pero poco se hace para reconocer a las personas que trabajan la gestión de esos bienes y servicios culturales, que además no siempre son industriales. Una primera invisibilización que el Estado produce se da justo en el momento en que cualquier persona que recién se ha formado tiene que entrar de lleno en el mundo profesional, que como se dijo, está marcadamente sesgado al sector del emprendedurismo. 

Veamos el caso: alguien se forma en gestión cultural, comienza a trabajar en el campo. Lo más probable es que esta persona formada comience a desempeñarse como profesional independiente, para lo cual deberá completar su inscripción en la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) y dar de alta su Clave Única Tributaria (CUIT), optando por el régimen simplificado denominado Monotributo. Esta categoría la obligará a pagar un impuesto en forma mensual –independientemente de si la persona tiene trabajo o no–, y le brindará la posibilidad de ofrecer sus servicios legalmente en el mercado y de poder realizar aportes a la seguridad social. Pero hete aquí la confusión: la gestión cultural no figura en ninguno de los clasificadores utilizados por el Estado para medir las actividades económicas de la población. El Nomenclador de Actividades Económicas (NAES) utilizado por la AFIP agrupa, en general, las actividades artísticas y culturales, junto con las de juegos de azar, e inscribe en diez códigos distintos un sinfín de actividades, que van desde la producción de espectáculos a la restauración de obras de arte, pasando por servicios conexos de las industrias culturales, lo que probablemente generará un gran desconcierto al profesional que quiere ingresar al mercado formal. En mi caso, hace quince años que facturo mis servicios; estoy inscripto en el código 900021 (F-883) para “composición y representación de obras teatrales, musicales y  artísticas”, cuando en realidad lo que hago es gestión cultural.

Pero cambiemos el ejemplo y supongamos ahora que la persona formada tuvo suerte y consiguió un empleo para desempeñar su saber, ¡enhorabuena! Aunque al momento de afirmar su identidad laboral, tendrá los mismos problemas que sus colegas independientes: su profesión tampoco aparece en ninguna medición oficial sobre empleo, porque el Sistema Nacional de Nomenclaturas (SINN) del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) no reconoce la gestión cultural como profesión. 

De manera que si no existimos para las mediciones del Estado, difícilmente podamos hacernos lugar en el imaginario social. Tampoco se trata de echarle la culpa a la AFIP de nuestra invisibilización, pero por algún lado tenemos que empezar, y creo que aquí se dibuja un primer escenario de intervención para avanzar y gestionar un mínimo reconocimiento. ¡Aunque al menos sea para pagar impuestos! 

Investigación también es gestión

Otro de los campos donde la gestión cultural es invisibilizada, al igual que la mayoría de las artes, es el académico. No digo con esto que no existan investigaciones en gestión cultural –las hay, y cada vez en mayor número–, pero sí que son pocos los proyectos que abordan específicamente el estudio de la gestión cultural como objeto. En esta línea pueden destacarse los trabajos de los primeros maestros mencionados en párrafos precedentes, junto con algunas recientes incorporaciones de estudios de personas formadas específicamente en gestión cultural en nuestro país (Montiel, 2014; Mendes Calado, 2014; Lucesole Cimino, 2016, entre otrxs). Claro que es mucho pedirle al vapuleado Sistema Científico Argentino que existan líneas de fomento o convocatorias específicas; en este momento, no aspiro a tanto, o en realidad sí, pero en todo caso no es el punto que quiero tratar aquí. Porque más allá de la actual falta de políticas para el fomento y desarrollo de la ciencia, en nuestro pasado reciente, cuando sí las había, la gestión cultural tampoco entraba en ninguno de los parámetros de nuestro sistema científico. Inscribir una investigación sobre gestión cultural en el Sistema de Información de Ciencia y Tecnología Argentino (SICYTAR) era, y es, una tarea con alto componente creativo. 

Otra situación preocupante, y que conlleva una gran oportunidad, es la falta de participación de las personas formadas en gestión cultural en equipos de investigación interdisciplinares. En este caso, tal vez la responsabilidad sea más institucional que personal, y recaiga principalmente en las distintas carreras que forman en gestión cultural; de cualquier modo, es un punto en el cual tenemos gran potencial para intervenir. 

Ni que hablar de la responsabilidad del Estado y de la falta que hacen la promoción y articulación de encuentros y congresos sostenidos y sistémicos, y la intervención de otros actores del sistema en el impulso y apoyo a estas iniciativas, como sucedió entre 2006 y 2013 con los Congresos Argentinos de Cultura realizados por la Secretaría de Cultura de la Nación y el Consejo Federal de Inversiones. 

Respecto de la acreditación de conocimiento, hay otros problemas/oportunidades para avanzar, especialmente en relación con la homologación de saberes básicos que permitan la movilidad de estudiantes entre carreras (Vovchuk, 2018), pero también con la construcción de espacios de intercambio entre estudiantes y docentes, y con la generación de espacios y redes de intercambio científico. En este sentido, es importante destacar el esfuerzo realizado por algunos equipos de investigación, encabezados por las universidades nacionales de Avellaneda y Tres de Febrero, que han impulsado la creación de la Red universitaria latinoamericana para el fortalecimiento de la formación e investigación en gestión cultural y políticas culturales, o los distintos espacios de encuentro y trabajo impulsados por diferentes casas de altos estudios en los últimos años (Avellaneda 2016 y 2017, Tres de Febrero 2018, Entre Ríos 2018). 

Otra línea interesante para el desarrollo profesional desde esta perspectiva es la relacionada con el ejercicio docente. No me refiero solo a la posibilidad de que sean gestorxs culturales profesionales quienes enseñen en las carreras de gestión cultural –aunque creo que esto sería un hecho importante para la mejor formación de profesionales– sino que pienso en los grandes aportes que se podrían hacer desde la gestión cultural en la formación de quienes cursan carreras de artes, o por ejemplo, en carreras humanísticas como sociología, o por qué no, derecho. ¿O se imaginan mejor manera de formar a nuestrxs abogadxs en derechos culturales? 

 Mercado cultural

¡Sacrilegio! Para gran parte del sector cultural “bienpensante”, enunciar la necesidad de un mercado de la cultura supone la mayor de las blasfemias. Lo curioso es que este es un problema que se arrastra desde una concepción de la cultura restrictiva, ligada a las artes, su autonomía y a un/a artista creador/a que no debe “contaminarse” con las banalidades de la vida, opuesta a la que dice adherir este sector, que reivindica la idea hegemónica de la Unesco de políticas culturales para el desarrollo y que reconoce a la cultura desde su registro amplio, antropológico (Mondiacult, 1982) o de recurso (Yúdice, 2002). Esta contradicción aún no es tan evidente y suele soslayarse, produciendo que los proyectos de políticas culturales democratizantes, o enmarcados en la democracia cultural, subestimen la necesidad de construir un mercado cultural más sólido y diverso. El profesor Albino Rubim suele señalar en sus clases que le regalamos “el mercado” al capitalismo, cuando aquel es anterior a este, y que es imposible pensar en proyectos culturales “sostenibles” sin trabajar para estructurar un mercado que los cobije. 

En la Argentina, este tema supone una deuda histórica y una oportunidad única para el desarrollo de nuestra profesión, con lo cual debe ser central para quienes trabajamos en la gestión cultural profesional. Necesitamos políticas públicas, desde normativas, como una ley de financiamiento a la cultura que fomente el aporte del sector privado, o marcos regulatorios que permitan el funcionamiento de los espacios culturales autogestivos, que son el eslabón central del ecosistema de promoción de la diversidad de las expresiones culturales, tarea que el Estado tiene obligación de atender mediante la ley 26.305 que adhiere a la Convención para la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales, hasta la intervención directa, como por ejemplo políticas de fomento a la producción cultural con presupuestos significativos, o el reconocimiento y apoyo a las organizaciones culturales comunitarias como efectoras de políticas culturales para la construcción de ciudadanía.

Lo más novedoso a la hora de pensar en la conformación de un mercado cultural pasa por diseñar políticas de estímulo a la demanda (además de garantizar las condiciones para que la clase trabajadora tenga sus necesidades básicas satisfechas, por supuesto). Reviso la escritura de la oración precedente y me doy cuenta de lo arduo del camino que tenemos que recorrer. ¡Hasta a mí me pasa que saco la cultura de mis narrativas sobre las necesidades/derechos básicos de las personas! Por eso creo que una intervención novedosa para modificar esta “zoncera”, que no reconoce a los derechos culturales en un mismo nível que los derechos sociales, es generar políticas de públicos, con fondos para el fomento a la demanda. Un “vale cultura” como quiso instalar Brasil recientemente, o como ocurre en algunos países europeos como Francia e Italia. Un ejemplo interesante para tener en cuenta y prestar atención, sobre todo a sus primeros resultados, es el programa “Pase Cultural” del Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, una tarjeta prepaga para consumos culturales para jóvenes de entre 16 y 19 años, de escuelas públicas de la ciudad, y sus docentes, que cuenta con un subsidio de 2.000 pesos semestrales y que además permite el acceso a diferentes propuestas en forma gratuita. Implementado a partir del 2018, el programa aún no ha publicado resultados –solo informa que cuenta con 5000 beneficiarios y 127 comercios adheridos–, con lo cual no es posible tener datos para una primera evaluación. La propuesta, sin embargo, genera una gran expectativa en el sector. 

En el tema de mecanismos de financiamiento públicos/privados para la cultura, es interesante analizar el caso de Brasil y la existencia de su mercado cultural. Desde el retorno de la democracia, nuestro vecino posee leyes de incentivo fiscal para el apoyo a la cultura, y desde 1991, cuenta con la ley 8.313, más conocida como Ley Rouanet, que ha permitido un importante desarrollo de la gestión cultural. No abordaré en este artículo las particularidades y asimetrías que dicha ley ha producido –ni los fraudes millonarios contra el Estado que se han detectado–, ya que existe abundante bibliografía para ello (Barbalho, 2007; Calabre, 2010, entre otrxs). Sí me interesa tomar lo señalado por Linda Rubim en su investigación sobre la producción cultural (2005), en la que menciona que el primer antecedente normativo de reconocimiento profesional del trabajo de mediación o organización de la cultura en Brasil se da a partir de la primera reglamentación de la Ley Rouanet en 1995, ya que en esta se incluye a las personas que diseñan y desarrollan proyectos culturales, así como la remuneración de su trabajo dentro de los presupuestos de los proyectos que se presentan. Me detendré aquí un momento para señalar la llamativa diferencia en la denominación del ejercicio profesional en los países hispanoamericanos, donde la hegemonía de la gestión cultural por sobre otras denominaciones posibles es notoria, más aún cuando se analizan los escenarios y contextos similares de surgimiento de ambos términos en la década de 1990. Creo que en el caso brasileño puede inferirse que la existencia, y permanencia, de un mecanismo de incentivo a la cultura mediante renuncia fiscal permitió la consolidación de un mercado cultural que ha marcado también simbólicamente a nuestra profesión. Tanto es así que nuestro trabajo en el país vecino solo se denominará gestión cultural si se realiza en el ámbito del Estado, mientras que en cualquier otro ámbito de actuación en donde llevemos a cabo tareas de gestión, se llamará producción cultural.

Un ejemplo del fuerte anclaje que tiene esta denominación en Brasil puede observarse al revisar la investigación de María Elena Cunha (2007) sobre la conformación del campo de la gestión cultural en ese país, en la que a pesar de los esfuerzos de la autora por caracterizar a las personas como gestorxs culturales, las entrevistas transcriptas demuestran la plena identificación como productorxs culturales. Y no ha sido en vano: desde 2004 las ficciones televisivas brasileñas han incorporado personajes cuyo trabajo es la producción cultural, todo un logro de la instalación de la profesión en el imaginario social de Brasil, que desde 2013 reconoce la “producción cultural” como actividad en su nomenclador de actividades económicas (Pedroso, 2014). Tan importante, y contradictoria, ha sido la Ley Rouanet en Brasil, que ningún gobierno ha planteado derogarla, aunque sí han existido varios proyectos para reformarla. El más amplio y ambicioso de ellos se produjo durante la gestión de Juca Ferreira, que buscó transformarla en un Fondo Nacional de Cultura más democrático e inclusivo. 

En la Argentina se han realizado, a nivel nacional, algunas experiencias fallidas, ya sea por su fugaz duración, como la ley de mecenazgo del diputado Luis Brandoni que fuera aprobada en 2001 y vetada por el senador Eduardo Duhalde en uno de sus primeros actos a cargo del gobierno nacional, ya sea por las diversas iniciativas legislativas que no han llegado a aprobarse en los últimos años. Sí existe una experiencia interesante para analizar a escala local en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, que cuenta con una ley de mecenazgo desde el año 2006, reformulada en 2018. En este punto, recomiendo especialmente la lectura de “Entre lo público y lo privado: Un balance de la ley de mecenazgo porteña”, tesina de graduación de la licenciada en Comunicación de la UBA Camila Belén Pardo (2017), en la que se analiza con gran rigor y hasta con perspectiva comparada los distintos vectores de la aplicación de esta política pública. Sería importante que las diferentes instituciones de formación en gestión cultural pudieran dedicar programas de investigación para evaluar el impacto y la aplicación de este tipo de políticas. Interesa en particular analizar las reformas implementadas a partir de este año, que parecieran ir en torno a que finalmente aparezca el tal mentado financiamiento privado a la cultura, porque en su primera versión de la herramienta, este nunca fue tal: la ley no obligaba a las empresas a aportar recursos genuinos, solamente consideraba los provenientes de renuncia fiscal, provocando así una perversa condición de subvención estatal, ya que en realidad todos los recursos para el apoyo eran aportados por el Estado.

La consolidación de un mercado cultural dinámico y diverso debe ser uno de nuestros primeros objetivos, y para eso la existencia de una ley de financiamiento a la cultura mediante incentivo fiscal es una necesidad urgente. El cómo y la forma para que se produzca tendrá un debate intenso en el cual será importante que quienes nos dedicamos a la gestión cultural tengamos algún tipo de participación, a fin de poder garantizar que el proyecto contemple las necesidades concretas de nuestro sector y que no se convierta en un nicho de negocios para evadir impuestos, ni tampoco en la figura desde la cual el neoliberalismo se refugie para correr al Estado de su responsabilidad de garantizar el pleno acceso a los derechos culturales. 

Oportunidades y amenazas, mapeando el territorio de intervención

Participar, involucrarse, comprometerse. Creo que es imposible que logremos un pleno desarrollo de nuestra profesión sin cambiar el paradigma del “espectador” dentro del cual nos hemos autorrecluido. En otro trabajo expresamos que a partir de nuestra investigación habíamos llegado a la conclusión de que la gestión cultural en la Argentina era un campo profesional en expansión y que quienes trabajaban en los distintos ámbitos en donde se organiza la cultura, ya sea público, privado o social, se reconocían como gestorxs culturales (Fuentes Firmani, Quesada y Vovchuk, 2016). A su vez, definimos que a pesar de la multiplicidad de disciplinas que convergen en la gestión cultural, es posible delimitar un objeto de estudio compartido en las políticas culturales, ya que estas determinan los modelos de gestión posibles. Lo que quisiera expresar aquí es que, para poder intervenir en forma más eficaz en el diseño y la implementación de políticas culturales, es clave que repensemos nuestras prácticas y formas de vinculación, tanto inter como intrasectorialmente. Por un lado, necesitamos asumirnos como protagonistas en la discusión de las políticas culturales y poder generar espacios de convergencia y cooperación con los diferentes sectores organizados del mundo de las artes, como así también con las personas que trabajan en los distintos ámbitos de la comunicación y la cultura. 

Desde la gestión cultural profesional podemos contribuir activamente al desarrollo de las políticas culturales de diferentes sectores, incluso colaborando con la realización de diagnósticos, con la sistematización de experiencias o a través de la elaboración de planes estratégicos de desarrollo. Existen puentes ya instalados, y debates públicos abiertos, necesarios y urgentes. Algunos ejemplos de esto son la ley de financiamiento a la cultura ya mencionada, o el proyecto de ley para el cupo femenino en festivales musicales, la autarquía financiera del Instituto Nacional del Teatro, una ley que proteja los espacios culturales autogestivos o la tan postergada creación del Instituto del Libro, entre muchos otros. También existen algunas áreas de vacancia, aún poco transitadas pero con un gran potencial para el desarrollo de nuestro sector, como por ejemplo el trabajo de promoción y salvaguarda del patrimonio cultural inmaterial, la articulación de proyectos culturales comunitarios y la promisoria relación que se puede establecer entre gestión, turismo y cuidado del medio ambiente. 

Además, existen otros temas que demandan en forma urgente nuestra atención: tienen que ver más con algunas cuestiones internas, sobre las que es necesario que reflexionemos y accionemos. Se trata de viejos problemas que arrastran nuestras prácticas y que solamente ahora, a la luz de los avances sociales y de las interpelaciones del movimiento feminista, podemos visibilizar. El primero de ellos se vincula con la desigualdad de género y la profunda invisibilidad de las disidencias en nuestro sector. Al respecto recomiendo especialmente los trabajos de Marcela País Andrade (2014), Mercedes Liska (2018) y Belén Igarzábal (en esta misma obra), que abordan estas problemáticas. 

La militancia feminista ha producido ya importantes cambios en lo que respecta a la protección de abusos y de violencia de género en el sector cultural, principalmente con el acompañamiento y resguardo de víctimas que han sufrido algún tipo de violencia, pero sus transformaciones no se agotan en esto, sino que van más allá y sirven como punta de lanza para comenzar a discutir algunas de las condiciones de producción del sector. Por ejemplo, el reclamo de la Colectiva de Actrices Argentinas pidiendo justicia por el abuso sufrido por una de sus integrantes pone en relieve las graves condiciones de precarización laboral que tienen las actrices y actores en nuestro país, y llama a reflexionar sobre los derechos laborales de los trabajadorxs culturales en general. En la misma línea, el debate impulsado por las compañeras y disidencias del colectivo Fieras llevó a la discusión e instalación de protocolos contra la violencia de género en los espacios culturales de la Ciudad de Buenos Aires. Otro tanto sucede con la cuestión de la accesibilidad y las ofertas culturales. Es necesario que consideremos que ya no puede haber oferta cultural que no sea inclusiva, cuyo dispositivo no se piense para que sea accesible a toda la población, incluyendo especialmente a las personas con discapacidad. Es cierto que esto es imposible sin la intervención del Estado, ya que es impensable que los espacios culturales autogestivos o las compañías independientes puedan dedicar recursos a la adaptación de sus instalaciones o propuestas. Pero así y todo no existe una conciencia real de la necesidad –y responsabilidad– de la participación intersectorial para lograr una accesibilidad universal de todxs a las producciones culturales. Y ni hablar de los problemas derivados de las relaciones comerciales que generamos con quienes nos relacionamos. Entre estas viejas rémoras se destacan la precarización laboral, la falta de adopción de criterios de comercio justo y la falta de solidaridad para el trabajo conjunto. 

Este último es un tema para prestar atención, sobre todo en lo que hace a la relación de personas formadas y personas con saberes empíricos dentro de la gestión cultural profesional. El profesor Rubens Bayardo advierte que el diálogo entre estos dos perfiles es fundamental para la “eventual profesionalización de la gestión cultural en la región”, con lo cual no debe ser banalizado. Más aún considerando que ya tenemos por lo menos tres o cuatro generaciones trabajando simultáneamente en el campo, lo que brinda una gran riqueza y diversidad de experiencias para contrastar y compartir. 

Por una nueva cultura política de la gestión cultural

Pensando en estas oportunidades/amenazas es que propongo la enunciación de una nueva cultura política para la gestión cultural. Resulta clave incorporar estos temas y otros que no he mencionado aquí por falta de espacio, y reflexionar sobre nuestras prácticas, para poder transformar un escenario en el que hasta ahora no nos hemos permitido participar plenamente. Si la gestión cultural es un espacio de disputa, debemos ser cada vez más protagonistas de los sentidos y prácticas que disputamos. Es necesario que participemos, nos formemos y, especialmente, que pongamos el cuerpo en forma sensible. Con sensibilidad para con nuestro territorio, para con nuestro sector y para con las personas con las que trabajamos. Doblemente si lo hacemos con recursos públicos. No nos puede dar lo mismo cumplir o no las metas que nuestros proyectos se proponen; no nos puede dar lo mismo si nuestros proyectos son inclusivos o no; y no nos puede dar lo mismo si nuestros proyectos y nuestras prácticas reproducen o no estereotipos de violencia y discriminación.

Necesitamos la construcción de una nueva cultura política de la gestión cultural, incluyente, diversa y democrática, que reconozca la democracia cultural como único camino posible para la efectiva concreción de los derechos culturales de todas y todos, de todes. Sin dudas, el fin aspiracional de cualquier código deontológico que podamos construir debe pasar por lograr la plena ciudadanía cultural de nuestro pueblo. 

A eso me refiero cuando propongo homologar un piso común desde donde partir, porque estoy convencido de que la única forma de consolidar esta nueva cultura política es, en primer lugar, generando un proceso de asociación y reconocimiento entre pares, que permita la construcción de un espacio compartido de referencia para quienes nos dedicamos a la gestión cultural profesional en nuestro país. Desde ya que este espacio no puede incluir solamente a las personas formadas en el ámbito universitario, sino que debe considerar la inclusión de aquellxs gestorxs que se han formado en el ejercicio laboral y que cuentan, en algunos casos, con una mayor experiencia que quienes salen de las academias. En este sentido, son incipientes pero esperanzadoras algunas iniciativas y procesos en marcha, como la red de gestión cultural federal que ha organizado los encuentros “Cultura como Resistencia” (2017) en Resistencia, Chaco, y “Encuentro de Gestión Cultural” (2018) en Paraná, Entre Ríos, o la Plataforma Federal de Cultura recientemente creada. Es urgente que estas redes se formalicen en algún tipo de institucionalidad, como la que tiene por ejemplo la Red Latinoamericana de Gestión Cultural.

Por otro lado, y retomando la idea de la necesidad de nuestra intervención para lograr una mayor visibilidad de la profesión, creo que es importantísima la participación en los diferentes espacios de representación política que existen en nuestro país. Un gran ejemplo nos lo están brindando lxs trabajadrxs organizadxs, quienes vienen reconociendo y activando en los sindicatos como efectores de políticas culturales, tal como lo explican Federico Escribal y Mónica Britos (2018). La existencia del “Radar” de lxs trabajadorxs es una de las novedades más interesantes en este sentido. Pero sin dudas, el espacio paradigmático de representación son los partidos políticos, y ese es un aspecto poco explorado en nuestra profesión. En la actualidad, prácticamente no existen ámbitos de discusión sobre políticas culturales en ninguno de los principales partidos políticos del país, y esta no es una responsabilidad solamente de las dirigencias de esos partidos, sino, y muy especialmente, de nuestro sector profesional. Es necesario que nos involucremos, que participemos y que debatamos, incluso en espacios en los que jamás nos hubiéramos imaginado estar, como los partidos políticos. Si no asumimos esa responsabilidad, la de cambiar nuestra cultura política expectante por una que nos convierta en protagonistas, el camino para consolidar la profesionalización de nuestro trabajo encontrará aún más dificultades que las que actualmente tenemos. Y ya son muchas. Sobre todo en tiempos en que la convergencia digital y la penetración de las redes sociales moldean nuestras conductas según lo que los patrones hegemónicos de consumo determinan, aunque ahora con una sensación de diversidad diferencial que no es tal. 

Si pensamos que la gestión cultural profesional debe disputar los sentidos sobre la política cultural, es importante que seamos conscientes de que hoy, enfrente, tenemos intereses que se sirven de algoritmos e inteligencia artificial para homologar un estilo de vida de consumos universales, aunque apoyados en la hipersegmentación y en la diferencia. Por eso, en tiempos de tanta virtualidad, es necesario que profundicemos los espacios de encuentro, que nos reunamos y debatamos. Es el momento ideal para que tomemos el toro por las astas y enfoquemos nuestra energía en construir una institucionalidad que nos permita afirmarnos e incidir en el diseño y la implementación de políticas culturales. Tal vez sea hora de que reflexionemos y entendamos que, independientemente de nuestras diferencias, las personas que trabajamos en la gestión cultural profesional tenemos muchos desafíos en común, en especial aquellos ligados a la formalización y profesionalización, y que la mejor forma de enfrentarlos siempre será en red, en unidad y mancomunadamente. 

* Artículo publicado originalmente en 2019 como parte del libro Gestión Cultural en la Argentina


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