Imaginar (de nuevo) el regreso a casa
«Los pastusos son los demonios más demonios que han salido de los infiernos», escribió Simón Bolívar en 1823 tras la ocupación de la ciudad de San Juan de Pasto, al sur de Colombia, por parte del caudillo mestizo Agustín Agualongo quien había osado tomar venganza por la masacre perpetrada por los ejércitos libertadores en la Navidad Negra de 1822, cuando se retomó la ciudad en una sangría que aún recuerdan quienes viven en esa región.
En 1996, el constituyente, exgobernador y candidato presidencial, parte de la dirigencia del M-19, Antonio Navarro Wolff, propuso reemplazar la estatua de Antonio Nariño, que le da el nombre al departamento, por la de Agualongo. La revista Semana se preguntaba, comparando a Agualongo con Brave Heart, el Corazón Valiente escocés William Wallace de la película de Hollywood, que para todos es la cara furiosa de Mel Gibson, ¿qué quería decir que un revolucionario de izquierda quisiera reemplazar a un patriota por un indígena afecto al rey?
Pasto y sus doce pueblos indígenas habían defendido, desde 1809 y hasta 1821, cuando fueron derrotados, la soberanía del rey Fernando en contra de los criollos. Aunque ya el Gobierno en esa época estaba en manos de Bolívar, Sucre, Nariño y Santander, el soberano de los pastos y los quillacingas era el rey de España.
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Una nueva soberanía cultural en las nacientes repúblicas americanas. El proyecto blanco mestizo: un nuevo hombre americano nacido de un supuesto crisol de culturas. Ya vemos que los pastos estaban en contra de los criollos. Y que los criollos entendieron que la nueva hegemonía debía crear algo nuevo sobre lo viejo, o algo viejo sobre lo nuevo: la libertad, quizás, pero para todos. Soberanía entonces como aquello que está dentro de unos límites geográficos y es parte de un ethos con el cual algunos se identifican, relacionan, comunican en una lengua que prevalece sobre las otras: la soberanía supone, y resalto la palabra supone, que podemos adscribirnos en tanto seres humanos a un pasado común, a una historia, a unos símbolos, a unas luchas y a un proyecto de futuro.
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Hay algo que quiero que usted me prometa —le dice Pétion a Bolívar en Haití, en 1815, cuando lo ayuda con armas—, una imprenta portátil y hombres. Los jacobinos negros habían hecho la primera revolución de América en contra de los revolucionarios franceses. La emancipación de la emancipación nos emancipará. La soberanía como aspiración, sueño, idea, que termina por sobreponer el signo de estos tiempos de policrisis: estamos en la paradoja permanente, en la contradicción misma. Compartimos una cultura que excluye a otras: los procesos revolucionarios y emancipadores del siglo xix sobre un periodo colonizador que duró tres siglos con el arribo de los primeros conquistadores españoles y el arrasamiento de cientos de pueblos originarios asentados en este territorio, habitado durante milenios por dos culturas centrales en la formación de la humanidad desde el paleolítico: mayas en Mesoamérica e incas en el sur del continente, con diversas variaciones y grupos vernáculos a lo largo de lo que podríamos llamar Latinoamérica.
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El historiador colombiano Alfonso Múnera, autor de El fracaso de la nación y Fronteras imaginadas, libros fundamentales para comprender la complejidad de la formación de nuestros proyectos de nación en el siglo xix, acude a esas dos ideas para situarnos en el problema mismo: aspirar a la soberanía necesita pensar si todos los diversos grupos humanos abarcados dentro de esos límites han participado con algo de equidad en la construcción de un destino compartido.
La nación es un pacto humano entre el presente, el pasado y el futuro para aspirar, mediante la lengua, la cultura y las leyes a construir una comunidad organizada alrededor de valores morales como la libertad, la fraternidad y la igualdad. La razón de ser de la nación es poder formar seres humanos que encarnen los intereses morales de la humanidad entera de manera soberana.
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El fracaso como imposibilidad de conseguir aquello que se propone como objetivo, en este caso, una nación; y las fronteras, esas líneas imaginarias que provienen del colonialismo para dividir «administrativamente» territorios compuestos por culturas, que tienen lenguas, y que a lo largo de los siglos han redactado constituciones.
El objetivo a finales del siglo xviii, y comienzos del xix: naciones que pudieran conducir su propio destino sin tener que tributar y obedecer a una autoridad y un sistema como la monarquía que había entrado en crisis, que había ya producido unas marcas territoriales según su lógica administrativa.
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La nación es un pacto o un contrato entre aquellos que estamos vivos, aquellos que murieron y aquellos que están por nacer.
«Bolivia se constituye en un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano, democrático, intercultural, descentralizado y con autonomías. Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político, económico, jurídico, cultural y lingüístico, dentro del proceso integrador del país», se lee en el primer artículo de la Constitución boliviana de 2009.
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¿Cómo podríamos aproximarnos hoy a esa idea de soberanía cultural si pasamos por alto el exterminio de los pueblos originarios americanos —que no hemos reconocido de manera compleja sino antagónica— además del poblamiento de grandes zonas de este continente por parte de millones de seres esclavizados provenientes de África, traídos en las peores condiciones de ignominia mediante la empresa criminal más grande que haya conocido la humanidad y que está conectada, culturalmente, con aquella que hoy, en este instante, comete un genocidio en Gaza?
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¿Qué podemos decir de la soberanía cultural si estamos pensando en la superestructura y no en la estructura? ¿La única respuesta es la economía y el mercado como sistema? Y si observamos aquellas culturas que, a pesar de sí mismas, no están insertas en las lógicas de un sistema económico que ha privilegiado el individualismo sobre la comunidad. Derechos culturales en los foros internacionales del neoliberalismo progresista como derechos al acceso a las actividades y bienes artísticos, sin duda trascendentales; derechos culturales para pensar en ampliar una idea de democracia. Pero ¿cuál?
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Los derechos culturales son una construcción del derecho internacional y de los derechos humanos producidos por un sistema de naciones unidas después de una guerra y un holocausto que creímos que no se repetiría, pero que hoy está en crisis. Así, el sistema de gobernanza de los derechos culturales ha alcanzado poco en el planteamiento según el cual todos los seres humanos de una entidad llamada nación deben tener acceso a bienes y servicios culturales y pueden expresar y vivir sus culturas de manera libre y garantizada por el Estado nación bajo el cual se inscriben.
«Me tienen sin cuidado las Naciones Unidas», ha dicho el secretario de Estado de Estados Unidos, Marco Rubio.
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Bolívar y la energía que se desencadena en la patria grande: la promesa a Pétion no se cumple. El almirante Padilla, un negro llamado pardo por los venezolanos, es fusilado en 1828. Conspiraciones. Pugnas. Federalismo o centralismo. En el caso colombiano, solo hasta 1852 se abolió la esclavitud: durante un siglo y medio largo es evidente que no han tenido el mismo tratamiento e inclusión decidida en el relato nacional, ni en la inversión y práctica de políticas estatales, económicas, educativas, laborales. No quisiera hablar del acceso a esos bienes culturales, y prácticas artísticas. Colombia es el segundo país más desigual del mundo.
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Las industrias culturales quieren arrogarse la idea de soberanía cultural y nos siguen devolviendo, para tranquilizarnos, a través de los mercados y sistemas de distribución de contenidos, una imagen de talento indudable: somos parte del mundo y podemos hacerlo como todos. Y es verdad. Pero también lo es que la mayoría de las culturas del país se encuentran francamente a años luz de poder contar con las condiciones básicas para la vida.
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Los 115 pueblos originarios no cuentan con un sistema que les garantice la preservación de sus lenguas ni sistemas culturales. El Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, del que estuve al frente un año y medio, es frágil en la inversión en una verdadera política de etnolingüística. Hay encomiables esfuerzos y trabajos por parte del viceministerio de los Patrimonios y las Memorias, el Instituto Colombiano de Antropología e Historia, el Archivo General de la Nación o el Instituto Caro y Cuervo, pero la dimensión del abismo por momentos parece infranqueable si seguimos creyendo en que este tipo de gobernanza institucional funcionará en un país tan grande, con problemas tan complejos y con una cooptación no solo económica y criminal, sino profundamente cultural que ha predominado.
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Indígenas y negros, afros, palenqueros, consiguieron, a través de la Constitución de 1991, derechos territoriales, de organización, de autonomía, que son y han sido fundamentales para sus procesos de organización, pero siguen estando por fuera del grueso del relato de la nación que somos: pocos colombianos altoandinos, de las ciudades más pobladas del país, reconocen que los pueblos de Cauca, Amazonas, La Guajira, son sus semejantes, al contrario, los piensan como pueblos sin historia, de un pasado que poco a poco debe quedar atrás para crear una idea de nación cultural mestiza, que proclama que somos una mezcla de orígenes culturales de tres continentes.
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Tensiones obvias en la manera de plantear una gobernanza para un país intercultural que pasan por reconocer varios asuntos que han sido omitidos durante mucho tiempo: lo primero, la convicción de que debemos «mandar obedeciendo» como dicen los pueblos ancestrales: se gobierna desde el territorio y no desde el escritorio; después, el cuidado es el centro de la acción estatal: respeto, solidaridad, servicio y corresponsabilidad, como la llama el pensador oaxaqueño Jaime Martínez Luna.
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Hay instancias para ello en Colombia como mesas de concertación y el mecanismo de la consulta previa que se usa en cualquier proyecto de carácter intrusivo en los consejos comunitarios afro o en los resguardos indígenas. Sin un cambio en el modelo no es posible, ya lo sabemos: formación artística y cultural —desde esta idea— en los centros educativos a cargo de sabedores, artistas y artesanos como destino laboral que instala el cambio cultural desde la infancia; infraestructuras culturales para la vida, espacios construidos o reformados por las propias comunidades, con sus materiales, organización del espacio. Circulación y producción a través de economías solidarias y circulares: turismo cultural, gastronomía, territorios bioculturales, que permitan que el país tenga posibilidades de acceder, efectivamente, a bienes culturales públicos como bibliotecas, museos, cines, teatros, librerías, galerías, malocas, entre otros. Cultura de paz como acción transversal del Estado: en las prácticas culturales se ensaya todos los días la democracia.
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Colombia tiene un gran acervo de procesos de cultura comunitaria que han resistido al peor experimento neoliberal del continente, en el cual no solo se privatizó el Estado, sino que se masacró a cientos de miles de personas y se desplazó a millones. Nueve millones de víctimas, y adonde ustedes vayan encontrarán procesos de culturas comunitarias: bandas municipales, museos de memoria, formadores de lectura, artistas, artesanos, salas concertadas de grupos de teatro que llevan cincuenta años resistiendo a la guerra. Me temo que podemos ser el modelo. Esa es nuestra gran paradoja. Y podemos ser el modelo porque en la resistencia hemos preservado nuestra enorme biodiversidad cultural. Hablamos de territorios bioculturales. Nuestras expresiones, fiestas, símbolos, lenguas, nuestros sistemas de cuidado, bebidas y gastronomías ancestrales. Esas fueron las culturas que aparecieron en el estallido social, las de las ollas comunitarias, las de la solidaridad y las que votaron masivamente, según se puede ver en cualquier mapa electoral de Colombia, por el proyecto del Pacto Histórico. Esa resistencia es la llave ante la masacre. Ya la han padecido: por eso pensamos que debe haber una continuidad de dos o tres periodos y de una o dos generaciones para que estas resistencias estén en el centro de la acción pública y entonces, aprovechando una Constitución garantista como la que tenemos, podamos descentralizar tanto los recursos como las propias instituciones.
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El espacio Ameribericano. Si concedemos que nuestra lengua mayoritaria es el español, pero la mayoría de la comunidad que quiere defender la soberanía de ese espacio cultural se encuentra territorialmente en América Latina y Estados Unidos, ¿no es importante que debatamos con seriedad la verdadera creación de una comunidad solidaria donde los contenidos y las expresiones culturales cuenten con el mismo tratamiento? ¿O seguimos pensando en memorandos de entendimiento entre Bogotá, Buenos Aires, México, Madrid y Barcelona? ¿Dónde están los planteamientos sobre compartir solidariamente nuestros contenidos, tener cuotas de lo que hacemos en nuestras pantallas, crear mercados de circulación americanos sin tener que pasar por España para que las grandes corporaciones organicen aquello que puede viajar entre nosotros?
En el espacio Ameribericano la cooperación cultural debe ir más a las escuelas taller, los procesos comunitarios, los diálogos horizontales con la etnoeducación. Modelos de intercambio: en cualquiera de nuestros espacios de conversación pensar en Abya Yala, en vivir sabroso, en la socola. En el buen vivir. En el cuidado feminista. Comunidad Ameribericana de las Culturas, las Artes y los Saberes. Encuentro Ameribericano de Culturas: artesanos, lenguas, semillas, agroecología, organización social: más literatura, como dice Gabi Martínez.
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Si los derechos culturales son los derechos humanos hoy se están violando sistemáticamente. Urge desactivar la hegemonía cultural que es el sentido común del neoliberalismo. Hay que politizar la cultura, dice Walter Benjamin. Pedimos tiempo, pero no lo tomamos para estar con otros. Queremos trabajo comunitario, pero no lo llevamos a nuestras instituciones culturales. Hablamos de lo público pero no cuestionamos el paso de los funcionarios de los ministerios a las empresas culturales. Apelamos a la imaginación pero no le concedemos agencia: está muy bien soñar pero las condiciones no están dadas y no son reales. El cambio ante la policrisis es un cambio de cultura política y la política cultural. El grafiti en el baño del bar bogotano donde Tomás González, escritor colombiano escribió la bellísima Primero estaba el mar (1981) decía: «Optimismo ante el abismo».
«Primero estaba el mar» es la primera frase del mito kogui de creación. El bar de salsa afroantillana, donde bailaban los jóvenes revolucionarios de los setenta y ochenta, El Goce Pagano. El mito estaba escrito en la pared del Museo del Oro, en Bogotá, que aún reclama las piezas de la colección Quimbaya que un presidente de apellido Holguín regaló de manera espuria, en 1896, a España, para seguir hablando de soberanía. El mito dice: «Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro. No había sol, ni luna, ni gente, ni animales, ni plantas. Sólo el mar estaba en todas partes. El mar era la madre. Ella era agua y agua por todas partes y ella era río, laguna, quebrada y mar y así ella estaba en todas partes. Así, primero solo estaba La Madre. Se llamaba Gaulchováng».


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