Arte, transformación social y políticas culturales. Reflexiones desde la antropología.
Hace ya varios años estoy investigando como antropóloga un campo emergente de desarrollo de estrategias, acciones y políticas que se acercan al arte desde su potencialidad transformadora. Artistas, gestores/as y trabajadores/as culturales, educadores/as, diseñadores/as de políticas públicas e intelectuales, entre otros/as, despliegan variadas propuestas transformadoras desde los más diversos lenguajes artísticos. Con el fin de intervenir en nuestras desiguales sociedades latinoamericanas disputan una resignificación del rol social y político del arte en tanto herramienta/estrategia de disputa política por la ampliación de derechos.
Pretendo en este artículo compartir algunos de los resultados e interrogantes/debates a los que fui llegando desde mis propias investigaciones y desde la conformación de un equipo de trabajo con el que venimos pensando colectivamente el campo del arte y la transformación social. A partir de un abordaje antropológico basado en diversos casos etnográficos que trabajan desde distintos lenguajes artísticos –teatro comunitario, circo, danza, orquestas juveniles, fotografía- indagamos en las historias regionales y locales del arte-transformador, los modos en que se producen y reproducen estas propuestas, las particularidades y tensiones que atraviesan los/as artistas y trabajadores/as culturales que las gestionan, los “impactos” que tienen estas prácticas en los destinatarios, entre otros aspectos. Estos desarrollos han sido compilados en “Disputar la cultura. Arte y trasformación social en la ciudad de Buenos Aires” (Infantino, 2019), publicación de RGC Libros de la que voy a retomar algunos ejes centrales para pensar los “usos del arte” para la transformación social.
Sostengo que la emergencia de las propuestas arte-transformadoras se vincula claramente con un proceso de ampliación/pluralización del concepto de política cultural que, al menos desde los años 1980, dejó de ser tomado en su sentido restringido, como un instrumento para ofrecer servicios y acceso a “la cultura” –las bellas artes, el patrimonio-, pasando a acentuar su carácter plural, como herramienta con múltiples fines y en la que intervienen una diversidad de agentes. Agencias estatales, organismos internacionales, movimientos sociales, organizaciones civiles, grupos comunitarios y artistas apelan desde distintos sentidos y desiguales condiciones de poder a lo cultural o a las culturas. Cultura que, como señala Yúdice desde hace varios años, se convirtió en un “recurso” para una diversidad de propósitos que trascienden lo simbólico y se intersectan con lo político, lo social y lo económico (Yúdice, 2002).
En este marco, desde mediados de los años 90, aunque con mayor intensidad en los 2000, los “usos del arte” para la transformación social comienzan a ocupar cada vez más espacios en Latinoamérica y en Argentina. Claramente, los vínculos entre el arte y su rol social y político no son nuevos, y podríamos rastrear sus antecedentes a diferentes movimientos vanguardistas/críticos que en distintos contextos de época abogaron por que el arte sea una herramienta política, de emancipación, de crítica, de disputa ante inequidades sociales, entre otros aspectos. Pero es en este contexto que los “usos del arte” comienzan a adquirir algunos sentidos novedosos. Así, desde acciones comunitarias, independientes/autogestivas, públicas y/o de gestión mixta se implementan políticas (culturales, pero también, educativas, sociales, de salud), frecuentemente dirigidas a niñas, niños y jóvenes de sectores vulnerabilizados, como uno de los sectores más afectados por procesos de inequidad, pobreza, desigualdad en el terreno de la cultura y en otras áreas de la vida económica y social. Estas propuestas artísticas, pedagógicas y de intervención social buscan promover el acceso igualitario a la cultura y las artes, no sólo en su consumo sino también en el derecho que todos/as tenemos a ser protagonistas de hechos artísticos y culturales. Cuestionan de este modo que el arte y la cultura sean un ámbito de exclusividad para unos pocos ilustrados, para los genios creadores, para los que acceden a los circuitos legítimos y hegemónicos de reproducción artística.
Me interesa en estas líneas brindar algunos ejes para complejizar y reflexionar acerca de las tensiones que estas propuestas arte-transformadoras vienen atravesando en sus trayectorias, centralmente cuando se enfrentan a algo que también se ha instalado fuertemente en las últimas décadas: el uso instrumental del arte y la cultura. La conversión de las políticas culturales en políticas económicas primero –procesos de regeneración/recualificación urbana- y luego en políticas sociales –arte para la inclusión/desarrollo social- (Belfiore, 2002; Yúdice, 2008) provocó cierta presión sobre los mundos de arte por justificar sus acciones artísticas primero como medios para lograr desarrollo y rentabilidad económica y luego en términos de impacto/utilidad social. Belfiore (2002), analizando el contexto británico, argumenta que las políticas tendientes a la inclusión social en el ámbito cultural de los años 90 son la derivación de las teorías instrumentales de la cultura que dominaron el debate político en los años 80. El estado neoliberal se retiraba de la financiación pública de las artes y apelaba a su potencialidad regeneradora para las ciudades. No obstante, esas estrategias demostraron que el ansiado “derrame” de las clases creativas al resto de la sociedad no generaba crecimiento sino desigualdad y gentrificación, por lo cual, devino un desplazamiento de sentido hacia los impactos sociales del arte.
En el contexto latinoamericano, estos procesos implicaron también especificidades, centralmente vinculadas al retiro del Estado como garante de derechos y a la reducción del gasto público en tiempo neoliberales. Aquí “la cultura” y las “artes” no solo fueron valoradas en términos “rentables”, sino que al igual que en Inglaterra y Europa, se asistió a una justificación instrumental del recurso de la cultura en función de aportar soluciones a problemáticas económicas y sociales. La cultura se presentó entonces como “la solución” para enfrentar los efectos del neoliberalismo, ya sea desde un discurso de inclusión, contención, asistencia, prevención y/o control de las poblaciones vulneradas como desde los beneficios económicos que la creatividad, la cultura y el arte traerían aparejados para las cada vez más desiguales ciudades del mundo. En definitiva, impacto económico y social del arte y la cultura se erigen como dos dimensiones desde las que se intentaron resignificar las estrategias de desarrollo (Kliksberg, 1999).
Muchas de las propuestas arte-transformadoras como con las que vengo trabajando, tanto individual como colectivamente, surgen y/o se afianzan en el contexto de época que recorrí y se vieron influenciadas por los discursos que fueron instalando la instrumentalidad de la cultura y las artes para el desarrollo económico de las ciudades y la inclusión -asistencia/gestión/control- de los sectores desfavorecidos. No obstante, de modos complejos y no sin conflictos muchos de sus hacedores fueron luchando por sostener otras modalidades de pensar propuestas socio-artísticas que disputen su mera instrumentalidad.
La mirada antropológica y el enfoque etnográfico me fueron llevando a analizar estos sentidos disputados que tensionan las prácticas arte-transformadoras. Siempre me interesó analizar las dinámicas desde las cuales se practican, se apropian/resignifican y “se usan” las artes. En este sentido, parto de la noción de que los conceptos nunca se presentan como unívocos en sus acepciones, sino más bien circulan, se usan (Menéndez, 2010) y se apropian con diferentes significados y desde diversos posicionamientos político-ideológicos de acuerdo a quién tiene el poder para definirlos y con qué fines. Arte y transformación social, pero también inclusión, derechos/políticas culturales, intervención, sectores vulnerables, creatividad, empoderamiento, son conceptos que desde la antropología podrían considerarse como categorías nativas, conceptos que se usan, con los que los agentes sociales con quienes trabajamos definen y redefinen sus prácticas. Conceptos que tienen sus historias, sus trayectorias y que circulan y son apropiados por actores sociales diversos que les otorgan sentidos diferenciales, en casos ideológicamente contrapuestos, y conforman entramados de negociaciones y disputas.
Este ha sido uno de los ejes para abordar una tensión dinámica que atraviesa el campo arte-transformador. Me refiero a las acepciones más vinculadas a un paradigma preventivo-asistencial y a otras ancladas en un paradigma de derechos (Kantor, 2008; Roitter, 2009). Cuando la noción de transformación social se anuda a la idea de prevención, asistencia, contención estaríamos frente al primer paradigma. Mientras que las propuestas que abogan por la expansión de derechos, la emancipación de los destinatarios o que pretenden contribuir a alterar la hegemonía dominante poniendo de relieve la existencia de alternativas a través del arte estarían enmarcadas en el segundo paradigma. Sin embargo, las cosas no son tan mecánicas ni tan sencillas. Lo que solemos encontrar, y así lo analizan desde diversos ejes las investigaciones que componen “Disputar la cultura…” (Infantino, 2019), es una superposición y mezcla de paradigmas.
Sostengo que para comprender dicha superposición debemos atender a los contextos epocales de surgimiento/definición del arte-transformador. Los años de proliferación de estas propuestas fueron los años de políticas focalizadas, de representaciones estigmatizantes acerca de las poblaciones subalternas, de responsabilización de la pobreza en los individuos que, a través de diversas propuestas entre las que se destacaban las artísticas/culturales, debían “empoderarse”. En este sentido, no es casual que en ese contexto muchas de estas propuestas hayan encontrado justificación en un paradigma preventivo/asistencial que postulaba el arte como un instrumento para “ayudar”, “contener”, “asistir”, “salvar”, “incluir” y “gestionar el riesgo social”. Tal como señalaba más arriba, muchos agentes culturales –independientes, institucionales y/o estatales- que se encontraban implementando acciones de intervención social desde el arte, tuvieron que justificar cada vez más dichas acciones en términos de impacto “social” del arte. Lo social aquí quedó restringido a un significante vinculado a la asistencia/gestión del riesgo o a su potencial casi mágico para fomentar el desarrollo socio-económico, perdiendo/inhabilitando y cercenando espacios para los componentes críticos, politizados, emancipadores, participativos, democratizantes con los que “lo social” había sido significado por artistas, educadores, gestores, diseñadores y trabajadores de políticas/acciones culturales.
Aquí, la propuesta de Raymond Williams (1977) en torno a la noción procesual y dinámica de la hegemonía resulta útil para pensar en estos procesos en los que prácticas artísticas, educativas y de intervención social críticas pueden ser retomadas, apropiadas, incorporadas y resignificadas por el poder hegemónico. La hegemonía, según Williams (1977), es un proceso por lo que debe ser continuamente renovada, recreada aunque también es continuamente resistida. La hegemonía entonces muchas veces se renueva, nutriéndose de esas resistencias, en tanto lo hegemónico siempre es dominante, pero nunca lo es de un modo total y exclusivo. Existen contrahegemonías o hegemonías alternativas que en la medida en que se vuelven significativas, pasan a ser controladas, trasformadas y hasta incluso incorporadas. Considero que atender a este dinamismo en la construcción de hegemonía permite dilucidar el modo en que algunos discursos que en su génesis proponían visiones alternativas pueden ir perdiendo esos sentidos críticos frente al consenso dominante al ser retomados e incorporados por el mismo.
Si bien estos procesos hacen a la construcción permanente de la hegemonía, al mismo tiempo se resisten. Los actores sociales generan tácticas (De Certau, 2000) y usos estratégicos de los conceptos para disputar su resemantización acrítica, aun cuando no siempre existan márgenes para imponer, como en el caso que estamos trabajando, sentidos transformadores y emancipadores.
Planteo entonces que para analizar estos usos diferenciales del arte debemos estudiarlos de modo contextualizado, evidenciado los procesos históricos, sociales y políticos que habilitan ciertos usos por sobre otros. Si los años 90 y parte de los 2000 instalaron el uso instrumental del arte como recurso para morigerar los efectos indeseados del neoliberalismo, ciertos virajes en materia de conceptualización de las políticas (culturales) en el marco de gobiernos populares en América Latina, dieron espacio para la emergencia de nuevas conceptualizaciones. De modo sintético, en materia de políticas culturales asistimos en este nuevo contexto a una resignificación del rol del Estado ante la cultura y sus productores. La cultura como aquello que está vivo en la sociedad (Turino, 2013; Calabré y Rebello, 2014) comenzó a ser conceptualizada como un derecho que los Estados deben garantizar permitiendo además que los hacedores culturales mantengan grados de autonomía –y recursos públicos- para producir y reproducir sus propias prácticas culturales.
Estas reconceptualizaciones fueron abriendo el camino para resignificar el rol del Estado en la gestión de las políticas culturales públicas, los vínculos Estado-sociedad y el espacio ocupado en este terreno por los y las artistas, gestores/as y trabajadores/as de la cultura, como actores que pueden intervenir en el diseño, gestión e implementación de las políticas culturales. Uno de los procesos más interesantes aquí se relaciona con el modo en el que muchos de estos actores sociales -que en otras coyunturas epocales se consolidaron identitariamente como autónomos/independientes/autogestivos- resignificaron su relación con el Estado en términos de demanda política. Específicamente en Argentina, se fueron sucediendo en el campo cultural independiente movimientos que exigen tanto reconocimiento como recursos y una participación más efectiva no sólo en la implementación sino también en el diseño de políticas culturales. Mucha de esta participación toma la forma de demanda al Estado por leyes y programas de política públicos participativos. Músicos/as independientes, cirqueros/as, bailarines/as, teatristas, artistas populares, entre otros, generaron en los últimos años diversas demandas que evidencian una apropiación específica del recurso de la cultura que expande y amplía la noción de rol social y político del arte asociado al concepto de arte y transformación social.
Transformar ya no es sólo incluir, asistir, prevenir, contener o bien emancipar, garantizar derechos y combatir contra representaciones estigmatizantes que pesan sobre los sectores vulnerados. Transformar es también disputar cánones valorativos de arte y abrir espacios, nuevos circuitos culturales en ciudades desiguales. Transformar es luchar por el reconocimiento de las prácticas artísticas y por políticas que las promuevan a través de la demanda de instrumentos legislativos. Transformar es demandar políticas culturales democráticas y participativas, en las que los propios protagonistas tengan acceso al diseño y gestión de las mismas.
Tal como analizamos, muchas de las propuestas arte-transformadoras con las que trabajamos han tenido esa potencialidad disruptiva de imaginar nuevos ordenamientos sociales, de cuestionar las jerarquías artísticas, de disputar la expansión de los derechos y las políticas culturales. No obstante, también muchos de estos procesos críticos y disruptivos, suelen enfrentarse a claras limitaciones que evidencian las cuotas desiguales de poder que atraviesa la construcción democrática en la arena contemporánea.
De hecho, en ese movimiento pendular que caracteriza a la construcción democrática en Latinoamérica entre el neoliberalismo y la democracia participativa (Dagnino et. al, 2006), en los últimos años florecen en la región discursos más vinculados a propuestas neoliberales que implican, entre otras cuestiones, intersticios menos favorables para algunas de las disputas democratizantes y participativas que describimos aquí. Aun cuando en rigor, las propuestas arte-transformadoras navegaron y aún navegan entre sentidos cuestionadores y/o reproductores del orden hegemónico, la actual coyuntura socio-política en Argentina específicamente, y con particularidades en toda Latinoamérica, marca nuevas complejidades. Meritocracia, emprendedurismo, control de sí, creatividad, innovación, son conceptos que fácilmente pueden ser enarbolados para reivindicar un arte-transformador que replique relaciones neoliberales a nivel micropolítico, fomentando un nuevo perfil de ciudadano que se vuelve empresario de sí mismo (Arenas Arce, Molina y Moreno, 2018). Un ciudadano que a través de su esfuerzo individual, con mayores “oportunidades”, con capacidades innovadoras y creativas expandidas por las artes, lograría revertir su posición de vulnerabilidad y “merecería” una mejor posición en la escala social. Así, la focalización en los individuos vulnerables, carentes, que creativamente deberían revertir sus condiciones de vulnerabilidad, vuelve a ocupar espacios hegemónicos en detrimento de las disputas ancladas en la lucha por la ampliación de derechos, el reconocimiento, la participación y la redistribución.
Esto último evidencia nuevamente que los conceptos son construcciones sociales cuyos sentidos circulan, se usan, resignifican y apropian con sentidos diversos y que dichos procesos demuestran desigualdades de poder y contextos epocales -políticos, económicos- diferenciales que permiten o no instalar unos sentidos u otros. De este modo, pensando en los aportes que la antropología puede brindar al estudio del arte y la transformación social, resulta central destacar que si bien los antropólogos nos caracterizamos por intentar comprender las maneras en que las personas crean sentidos desde un enfoque centrado en los significados culturales, también debemos ir más allá. “Para poder analizar lo que las políticas significan debemos considerar los contextos socioeconómicos, políticos e históricos más amplios en los cuales están inmersas y el rol social que cumplen” (Shore, 2010: 44). Desde esta perspectiva, sostengo que es preciso etnografiar las prácticas de los sujetos protagonistas del campo arte-transformador -tomando en cuenta a los que diseñan, implementan/gestionan y son destinatarios de estas propuestas en sus variadas formas institucionales estatales o civiles, altamente formalizadas o hasta informales- así como los sentidos en disputa acerca de la cultura, el arte y su potencial “impacto” transformador, inmersos en contextos políticos e históricos específicos.
Por lo cual el interés, desde un abordaje antropológico, estaría dirigido no tanto a estudiar cuánto se transformó un sujeto o un barrio o cuántos destinatarios usufructuaron tal o cual oferta de política cultural, sino en indagar que hace la gente con las propuestas a las que accede y/o gestiona, cómo se posiciona frente a ellas, qué les brindan, porqué protagonizan las mismas, qué sentidos le atribuyen a sus trayectorias y experiencias arte-transformadoras. Claramente esas trayectorias de vida arrojarán ciertos datos cualitativos que se vinculan a los sentidos -múltiples, ambiguos, diversos, intangibles- con los que se experimentan y gestionan las propuestas arte-transformadoras. Por fin, dichos sentidos en disputa brindarán claves para analizar cambios sociales, históricos y culturales más amplios e iluminarán los modos complejos en los que se disputan los sentidos vinculados al arte y a la transformación social.
Coincido con Mario Roitter cuando, retomando las palabras de Eduardo Balán en su propuesta para la creación de la Red Latinoamericana de Arte para la Transformación Social, afirma que la experiencia artística y su potencialidad creativa habilitan, promueven y expanden la conquista de autonomía y la desmesura, trascendiendo los límites con los que suelen circunscribirse los “indicadores de impacto” para medir la efectividad de las políticas. En función de lo anterior, Roitter destaca el desafío por concebir un nuevo lenguaje para discutir sobre impactos frecuentemente “intangibles” e “inciertos” así como metodologías de estudio para acceder a las experiencias transformadoras frecuentemente asentadas en un saber “que se trasmite a través de los relatos orales, de los gestos, de las formas y de la observación de los espacios que crean estas formas” (Roitter, 2009: 11).
La antropología, pensada como un modo de conocimiento basado en la experiencia social compartida en el campo, tiene mucho que aportar en este camino. Etnografiar prácticas que indaguen las especificidades de las experiencias fomentadas por los distintos lenguajes artísticos que se engloban en las propuestas arte transformadoras así como desarrollar estudios de largo plazo en los que las evidencias de resultados -en un punto, imprescindibles para sostener el campo arte transformador- no se circunscriban, por ejemplo, a dar cuenta de la cantidad de jóvenes que lograron mejorar su rendimiento escolar o su inserción laboral. Aun destacando la relevancia y la necesidad de este tipo de datos -frecuentemente requeridos para gestionar las políticas- también es necesario comprender, por ejemplo, como esos jóvenes atravesados por la experiencia artística, expandieron sus horizontes de vida hacia una posibilidad que disputa la ampliación de derechos ciudadanos.
Y también es importante analizar, tal como sostuve aquí, los modos disputados en los que se significan las potencialidades transformadoras del arte, para continuar luchando por mayores espacios para lograr sociedades más justas y más igualitarias. La obra colectiva “Disputar la cultura…” (Infantino, 2019) que retomé aquí, pretende así echar luz sobre un área de prácticas/experiencias/políticas arte transformadoras cada vez más presente en el terreno de las políticas culturales, pero escasamente estudiada. Cubrir un área de vacancia siempre implica un recorte que, por supuesto, deja aspectos de lado pero ilumina caminos futuros a seguir “pensando juntos/as” entre artistas, practicantes, académicos/as, gestores/as y trabajadores culturales. En este sentido, el libro se constituye también en un reconocimiento y agradecimiento a todos y todas los/as que movilizan y se apropian del arte como un medio para luchar por la ampliación de derechos, que nos dejaron asomarnos a sus prácticas artísticas e intelectuales, que permitieron que las pensemos juntos/as, que las problematicemos y que iluminemos sus complejas y siempre resistentes condiciones de producción y reproducción.
Bibliografía
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Calabre, L. y Rebello Lima, D. (2014). Do Do-in antropológico a política de base comunitária- 10 anos do programa Cultura Viva: Uma trajetória da relação entre estado e sociedade. Políticas Culturais em Revista, 2(7), pp. 6-25.
De Certeau, M. (2000). La invención de lo cotidiano I. México: ITESO.
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Menéndez, E. (2010). La parte negada de la cultura. Relativismo, diferencias y racismo. Rosario: Prehistoria.
Roitter, M. (2009). Prácticas intelectuales académicas y extra-académicas sobre arte transformador: algunas certezas y ciertos dilemas. Nuevos Documentos CEDES, 66. Recuperado de http://www.cedes.org.ar/Publicaciones/Ndoc_c/66.pdf
Shore, C. (2010). La antropología y el estudio de la política pública: reflexiones sobre la formulación de las políticas. Antípoda, 10, 21- 49.
Turino, C. (2013). Puntos de cultura: cultura viva en movimiento. Caseros: RGC Libros.
Williams, R. (1977). Marxismo y Literatura. Buenos Aires: Las Cuarenta.
Yúdice, G. (2002). El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global. Barcelona: Gedisa.
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