Discurso de apertura del primer Congreso Argentino de Cultura
Quiero felicitar en primer término a las autoridades de la Secretaría de Cultura de la Nación y a todas las secretarías de Cultura provinciales, a los organismos sociales y culturales de las provincias argentinas por la idea, y fundamentalmente, por la discusión que abre este Primer Congreso Argentino de Cultura. Debo confesarlo: me sorprendió, cuando leía el documento de presentación, que nunca se hubiera conformado en la Argentina un espacio de discusión, de carácter nacional y federal, que se propusiera reformular la idea de cultura, históricamente concebida desde el campo de las Bellas Artes, de la cultura de elite. Este congreso procura un abordaje absolutamente diferente, que no niega esa concepción acotada, sino que busca ampliar el contenido del concepto. Es correcto el ejercicio de agregar sin quitar, por que en definitiva todo debate de ideas, en cualquier área, nos enriquece, amplía nuestro horizonte de conocimientos e ideas, nos hace mejores. Así que felicitaciones por la construcción de este espacio nacional y federal
Al leer el documento de presentación me pareció destacable que el congreso convocara a analizar y debatir dos dimensiones inescindibles de la cultura, por un lado la cultura artística, y por otro la cultura de los comportamientos sociales, las representaciones sociales, los comportamientos culturales del conjunto de la sociedad, y el rol del Estado.
Lo que personalmente quiero proponer -porque un congreso significa antes que nada precisamente proponer, formular propuestas-, es que incorporemos al debate otras dos dimensiones, también inescindibles del fenómeno cultural contemporáneo. La primera se relaciona con los efectos y modificaciones que la evolución tecnológica audiovisual y el surgimiento de las industrias culturales han ejercido en el desarrollo de la cultura. Sé que el documento también se ocupa de esa cuestión y que se han conformado mesas específicas al respecto, pero creo que a esa dimensión inescindible debemos agregar el análisis de la modificación de los comportamientos culturales derivados de la evolución tecnológica y la industrialización de esa evolución a través de los productos culturales, de las industrias culturales. La segunda se vincula con el carácter bifronte de la cultura respecto del proceso de globalización.
Permítanme desarrollar muy brevemente estos dos conceptos que me parecen centrales, objeto de profundas discusiones, y que ofrecen aristas positivas y aprovechables para el proceso de desarrollo cultural. El concepto “industria” cultural fue formulado por la escuela filosófica alemana, por la Escuela de Frankfurt, como un concepto negativo, como una canalización negativa de la creación intelectual. Pero esa concepción comenzó a variar en los años setenta por el enorme impacto de las industrias culturales en el Producto Bruto Interno de los países desarrollados. Por caso, las industrias culturales aportan el 6,6 por ciento del Producto Bruto Interno de los Estados Unidos. En Suecia, otra economía, otro país, una sociedad sustancialmente diferente de la estadounidense, representa también el 6 por ciento de su PBI. En España, el 4,4 por ciento. Los últimos datos accesibles en nuestro país indican el 2,9 por ciento, frente a Brasil, con el 3,1 por ciento del PBI. Disculpen lo tedioso de los números, pero la economía también es un hecho cultural. Me resisto a dejarles la economía únicamente a los economistas. Cada vez que lo hemos hecho, a los argentinos nos ha ido mal. Así que también rescato para el campo de la cultura los hechos económicos. La tal sentido me parece revelador que más del ocho por ciento del PBI de la ciudad de Buenos Aires, por múltiples razones de concentración geográfica: sea generado por industrias culturales que dan trabajo a más de ciento veinte mil personas y producen más de ocho mil millones de pesos, incluyendo teatro, cine, producción televisiva, radial o comercial, publicitaria, Internet. Es decir que también debemos abordar el análisis de las industrias culturales por su impacto en la economía, ya que pueden convertirse en herramientas de inclusión y de intervención en la realidad mediante la generación de puestos de trabajo, progresos en la calidad de vida, ingreso de divisas.
Las industrias culturales no sólo inciden en la fase económica de la sociedad, en la generación de trabajo y recursos, sino que además estimulan -o desalientan-, el desarrollo de las culturas nacionales. Y también -esto me parece importantísimo-, son una vía de acceso al conocimiento y a la información, dos instrumentos imprescindibles en el competitivo mundo actual. Por esas razones me parece valioso este abordaje, aunque también para tratar de superar la tensión entre la cultura letrada y la cultura mediática. La cultura letrada ha considerado siempre lo mediático como una suerte de banalización de la cultura, pero no obstante no se puede negar el impacto y la gravitación de los medios audiovisuales en los comportamientos sociales, inclusive en la política. Fíjense que por lo menos hasta los años setenta se debatían proyectos políticos, hoy en cambio circulan imágenes. Hoy no se discuten proyectos, se discuten personas. ¿Por qué? Porque lo que los medios exhiben es imágenes. Por eso creo inútil despreciar la mediatización de la cultura, o negar su influencia o renunciar a la posibilidad de la masividad del fenómeno cultural. Tal vez sería más productivo pensar cómo intervenir en esta mediatización en términos positivos, a no ser que propongamos una cultura talibana y digamos: “Bueno, se cierran las radios, se suprime la televisión y solamente leemos lo que la intelectualidad produce en determinado sentido”. Creo entonces que esa discusión, que muchas veces ha alcanzado niveles agresivos muy altos, termina siendo un debate bizantino, una tensión estéril. Me parece relevante, en cambio, que desde el campo de la cultura letrada, desde el campo de la intelectualidad, se piense cómo intervenir positivamente en esta nueva realidad que nos presentan los medios audiovisuales, en áreas como el conocimiento, la información, la comunicación, la educación, que es la otra gran cuestión que quería compartir con ustedes hoy, y en la que ahí sí el Estado cumple una función preponderante. Al respecto, el Ministerio de Educación ha publicado un documento en el marco de la discusión de la nueva Ley de Educación.
El Estado, a través de sus planes de educación, debe dotar a la población de nuevas formas de comprensión. Nosotros estudiamos una materia que se denominaba «Comprensión de Textos», porque el soporte de la información y del conocimiento era el libro. Nos enseñaban en Literatura cómo enten determinado autor, a qué corriente ideológica o estética pertenecía, en que contexto histórico había escrito su obra, en fin, nos formaron en un modelo si se quiere enciclopedista que, por el carácter público y gratuito de educación argentina, fue el soporte de una clase media inédita en todo el panorama latinoamericano. Hoy no solamente debemos insistir en la comprensión de textos en esos mismos términos, no pretendemos abolir ni mucho menos la Ley 1.420, pero debemos dotar a nuestros habitantes, a nuestros ciudadanos, de nuevos instrumentos de análisis: ¿cómo pararse frente a una imagen, como interpretar adecuadamente un mensaje cuando no se tienen las herramientas para decodificarlos?
A nosotros nos enseñaron a pensar en abstracto, lo que parece una tontería pero no lo es. El pensamiento abstracto permite adoptar puntos de vista críticos, es decir que construye ciudadanía, siempre que frente a cualquier mensaje político partidario, informativo, económico, cada uno de nosotros cuente con los instrumentos apropiados para decodificarlos. Este ejercicio era común cuando discutíamos, cuando debatíamos, pero de repente se ha vuelto mucho más difícil, mucho más impreciso, casi imposible frente a un aparato de televisión, frente a las nuevas formas de comunicación.
Entonces me parece que ya no resulta útil seguir discutiendo si cultura letrada o cultura mediática, porque los nuevos formatos, la cultura de la imagen, los medios, ya forman parte ineludible de la realidad, están ahí, existen. Podrá no gustarnos, podrá parecernos en algunos casos banal, pero en definitiva están allí y existen. Debo decir también que en algunos casos esa tensión encierra juicios peyorativos de la cultura letrada respecto de la cultura popular. Que sirva como ejemplo histórico el tango, que durante décadas fue rechazado como un subproducto de los orilleros de la Buenos Aires culta y civilizada.
Por lo tanto me parece que abrirnos y asumir plenamente los cambios va a colaborar en el proceso de construcción cultural del país en un mundo diferente y en permanente transformación. Pienso que lo que en ocasiones nos parece malo porque banaliza o no comunica adecuadamente, por otro lado permite que determinadas conductas ya no logren pasar inadvertidas. Lo que quiero decir es que siempre me pregunto qué habría pasado si en los “años de plomo» hubiera existido Internet; me pregunto si hubiera sido posible que sucediera en la Argentina lo que pasó en esos años de dictadura militar. Casi me atrevería a decir que habría sido bastante difícil. Por eso creo que es importante analizar las industrias culturales en su real dimensión, sin prejuicios. Tan importante como brindar a los ciudadanos los elementos suficientes y necesarios para decodificar adecuadamente los mensajes de la cultura mediática. Debemos generar, a partir de la educación, conciencias que puedan evaluar críticamente la realidad, pero que también se cuestionen a sí mismas. Estamos demasiado acostumbrados a creer que el ejercicio de ciudadanía consiste solamente en criticar al otro. Pero el primer deber de un ciudadano es autocriticarse, preguntarse qué hace, qué hizo y qué hará ante determinadas situaciones. La ciudadanía es un concepto que primero se reconoce en cada uno para luego brindarse a los demás.
La segunda dimensión que me parece importante incorporar al debate es el funcionamiento o el comportamiento de la cultura frente al fenómeno de la globalización. Creo que la cultura afronta ese fenómeno como el dios Jano, con dos caras. Un rostro observa el creciente cosmopolitismo, una suerte de ciudadanía universal donde es posible reconocernos en cuestiones tales como derechos humanos y formas democráticas de gobierno, dos elementos absolutamente inescindibles, democracia y derechos humanos, que no son discutidos hoy en casi ninguna nación del mundo.
Al mismo tiempo, el otro rostro de Jano bifronte sospecha de la globalización y la rechaza cuando considera que ese fenómeno atenta y niega la identidad nacional y cultural. Ese recelo puede manifestarse en el plano político-ideológico, religioso o místico, pero lo cierto es que frente al proceso de globalización que muchas veces pretende negar las identidades nacionales, la cultura se vuelve un espacio de resistencia. De las dos perspectivas de Jano, de su ambivalencia, deberíamos ser capaces de extraer aspectos positivos para la construcción de lo que todavía nos debemos en vistas al Bicentenario, esto es, la construcción del proyecto nacional.
Pienso entonces, finalmente, que cultura es ante todo identidad. Pero esa identidad nacional no se construye por negación, sino que implica en primer término la integración de la diversidad cultural nacional. Tampoco significa aislarse del mundo, pensar la identidad nacional como negación absoluta y antitética de lo global. Más que una definición de cultura, esa actitud involucraría un choque de civilizaciones.
Pienso la identidad nacional en términos de solidaridad. Un modelo cultural por el cual cada uno de nosotros, ciudadanos, realice un ejercicio introspectivo de reconocimiento para luego mirar a quien está a nuestro lado. Hablo de solidaridad racional. ¿Por qué hago hincapié en la racionalidad? Porque cada vez que se habla de solidaridad se apela a los sentimientos y a las emociones. No, hablo de solidaridad racional porque hemos comprobado, en estas últimas duras décadas que hemos atravesado los argentinos, que la indiferencia por los problemas ajenos en algún momento terminaba afectándonos, negativamente, también a nosotros. La exclusión social, los millones de argentinos caídos del aparato productivo, dejados a la mano de Dios, finalmente terminaba impactando al conjunto de la sociedad. Entonces, identidad nacional y solidaridad racional, consciente, para entender que es imposible -en la nuestra y en cualquier otra sociedad-, una buena calidad de vida si estamos rodeados de gente sumida en la exclusión y la pobreza. Esta convicción, esta comprensión es esencial para racionalizar la necesidad de un país con mayor justicia, con mayor equidad.
Algunos lo denominan modelo populista. Somos una sociedad que etiqueta y califica con extraordinaria facilidad. No importa, yo quiero apelar los modos y fundamentalmente a lo que les acabo de decir: la comprensión cabal de que sólo a través de un proyecto colectivo, con una dirección clara, es posible que la Argentina vuelva a ser lo que alguna vez fue.
Porque alguna vez la distribución del ingreso fue equitativa en la Argentina, con el 50 por ciento de la renta para los asalariados y el 50 por ciento para el capital. En algún momento la movilidad social ascendente y poderosa permitió que el hijo del trabajador llegara a la universidad, o soñar con una mejor calidad de vida.
Por eso, por lo que hemos aprendido colectivamente a través de la historia de nuestro país y del mundo, me parece que este Primer Congreso Argentino de Cultura constituye una excelente oportunidad para la reflexión y la formulación de propuestas, un mejor desafío para el aporte de ideas en función de un modelo de país que todos queremos, que todos necesitamos y que estamos construyendo. Este, nuestro país, nuestro lugar en el mundo, la República Argentina.
Mar del Plata, 25 de agosto de 2006
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