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De dónde viene y hacia dónde van nuestras Artes Escénicas

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El 29 de octubre pasado, a 48 horas de las elecciones presidenciales, Clarín Cultura publicó una entrevista a Lucrecia Cardoso, Alejandro Grimson, Natalia Calcagno y Franco Vitali, integrantes de uno de los equipos técnicos de campaña del Frente de Todos y potenciales funcionarios del potencial Ministerio de Cultura. No pasó desapercibido en las redes sociales que ninguno de los cuatro entrevistados hicieran mención a las Artes Escénicas.

Por un lado, resulta comprensible que en un contexto de crisis económica y de cambios profundos en los consumos culturales, en los que la convergencia digital es el blanco de todas las miradas y los análisis, el espectáculo artístico en vivo no tenga un lugar central en una política que, según los entrevistados, apuntará a generar valor agregado y divisas, además de reafirmar el acceso de los ciudadanos a la cultura como un derecho. En definitiva, el propio peronismo histórico también puso el acento en los consumos culturales de masas (como la radio y el cine), más que en los de acceso minoritario (como el teatro o la danza, aunque por supuesto también tuvo importantes iniciativas en estos ámbitos).

Pero, por otra parte, no es descabellado suponer que acaso las Artes Escénicas no sean percibidas como un sector en problemas, dado que en el imaginario (sobre todo porteño) es una actividad que supuestamente “funciona”. Amparado en una ley que en sus veintidós años de vigencia ha promovido la instauración de un seductor status quo, basado en un Instituto específico, un sistema de subsidios que redundó en el crecimiento exponencial de espacios dedicados a la producción autogestiva de espectáculos, y una cartelera prolífica y (en apariencia) diversificada, que se suman a la histórica exención impositiva otorgada por un decreto del gobierno de facto de Pedro E. Aramburu (en clara consonancia con los intereses de los empresarios), conforman un combo regulatorio que, junto con la alta estima social que tiene el teatro y el cooperativismo, da la sensación de que cualquiera que quiera hacer teatro en este país puede hacerlo con ayuda del Estado. Una nota al pie merecería la situación de la danza, que entra por la ventana en el combo “Instituto/subsidios/espacios alternativos”, y que intenta sin éxito desde hace años tener su propia ley y su propio sindicato.

También es posible que el de las Artes Escénicas se perciba como un sector que ya llegó a su techo en lo que respecta a la capacidad de producir tanto en términos económicos como artísticos. Un sector progresista, en primer término, porque participó activamente de las protestas contra las políticas de ajuste del gobierno de Mauricio Macri. Sus contenidos y estéticas, por otra parte, se aprecian como una característica específica y, por consiguiente, inamovible, y no como un conjunto reiterado de decisiones temáticas pero sobre todo formales entre tantas otras posibles, que por desconocimiento, falencias en la formación o autodisciplinamiento de los propios agentes, no son tenidas en cuenta.

Sin dudas, se trata de una producción fuertemente dirigida hacia los pares, donde el horizonte es (a) alcanzar la centralidad en un campo teatral pequeño y profundamente endogámico, (b) aspirar a la movilidad desde el circuito alternativo autogestivo hacia ámbitos con retribución económica, como el teatro comercial y oficial, y los medios de comunicación, y/o (c) optar por ser seleccionados para asistir a festivales internacionales. Esto restringe las elecciones estéticas de manera sutil e implícita, pero no por ello carente de una fuerza excepcional. Las figuras que encarnan las posiciones de jerarquía dentro del sector, ya sea por sus logros, su trayectoria o su mera permanencia, algunas de ellas funcionarios polivalentes de varios gobiernos con distinto signo político, marcan a fuego el terreno.

La última articulación colectiva del sector giró en torno a la defensa de los espacios frente a las amenazas de clausura post-Cromagnón, reconvertida en los últimos años en la resistencia al cierre frente a la suba de tarifas de los servicios y a la política económica del macrismo. Esta actitud defensiva no es delirante, dado que siempre el teatro es una actividad amenazada. Pero si siempre lo es, ¿acaso no se puede ir un poco más allá en las demandas colectivas? Pues más allá de la defensa de las salas, no ha habido mucho espacio para discutir las premisas básicas de una actividad donde las relaciones de producción están invisibilizadas y donde dueños de sala, autores, directores, actores y técnicos se autoperciben como parte de una gran familia en la que todos son hijos, sobrinos y primos, pero nadie pareciera ocupar el lugar patriarcal: la cerveza compartida a la salida del teatro obnubila el análisis de los ingresos de boletería, el destino de los subsidios y la inversión personal aportada por los miembros de la consabida “sociedad accidental de trabajo”. El sector se parapetó detrás de la defensa de los espacios, la tramitación de subsidios y la competencia por un público “parroquial”, compuesto de familiares y amigos, muchos de ellos, también actores, intentando resistir la mayor cantidad de funciones posible, con la esperanza de “pegarla”. Una suerte de “meritocracia” o “emprededurismo”, pero bien.

En términos artísticos, el circuito alternativo se esgrime como el lugar por antonomasia de la propia expresión y la libertad creativa, pero de la socialización de las pérdidas. Ni tanto ni tan poco. La reiteración temática y formal es apabullante (en eso también tienen que prestar atención las instancias formativas, que sólo brindan herramientas para desempeñarse en el teatro alternativo) y habría que analizar el reparto de las pérdidas en términos materiales pero también simbólicos, dado que no todos los agentes que producen teatro en el circuito acrecientan su nombre propio de igual manera como resultado de un proyecto.

Si uno le contase a cualquier peronista que pasara por la calle, desde el más humilde militante de una Unidad Básica hasta la propia CFK, que hay un sector productivo en el que los trabajadores cobran 0 pesos por su tarea (¡el sector del que provenía nada más y nada menos que la santa Evita!), tomarían su bandera para llevarla a la victoria o, cuando menos, organizarían una concentración en Plaza de Mayo. Sin embargo, en los doce años de gobierno kirchnerista (simultáneos casi completamente con los años de gobierno macrista en la CABA) la situación del teatro alternativo permaneció invisibilizada. Los esfuerzos del gobierno estuvieron concentrados en la defensa de los derechos de imagen y derechos conexos de los intérpretes (tal como se reflejó en la necesaria creación e híper exitoso funcionamiento de la SAGAI) y en ampliar los derechos de los artistas que se desempeñan en una relación de dependencia clara, inobjetable y clásica (acaso perimida y, sin dudas, minoritaria), mediante el diseño y la sanción de la Ley del Actor en un ya tardío 2015. Esto significó un gran avance, pero no modificó la situación…

El circuito alternativo, que es el que concentra la mayor producción y la mayor cantidad de recursos humanos, continuó por la senda noventera, como si la década ganada no hubiese existido. Su lejano antepasado, el teatro independiente, impuso un imaginario cristalizado en el que la libertad creativa, la misión política emancipatoria y la férrea autonomía respecto de cualquier intervención estatal (exceptuando el apoyo económico, por supuesto), le legó su prestigio social pero también una “pesada herencia”. La misma se compone de la gratuidad del trabajo de los artistas, de la obediencia al tándem autor-director-maestro y de su desvalorización exterminadora hacia la cultura popular (que en el teatro independiente histórico se tramitó en un acérrimo antiperonismo).

Sin embargo, “algo de ruido hace”…

En los pasillos de los teatros, en los bares después de la función, en la parada del colectivo mientras se espera volver a casa, los actores hablan. Se quejan por no cobrar un peso, por poner dinero, por dedicar horas, días y meses a los ensayos y a la formación continua, y, más tímidamente y quizá de manera desorganizada, del desvío de todos los recursos a esos espacios que defienden con ahínco, cuyos dueños son compañeros actores, directores y docentes. Algo se cristalizó y, por consiguiente, se deformó en estos largos veintidós años. No es culpa de nadie, pero es lógico que, en un contexto de ausencia total de (auto)reflexión las cosas se solidifiquen.

Por todo lo antedicho, “tocar” al sector no resulta una opción atractiva para las élites políticas. Un sector que no puede articular una demanda concreta, dado que los vínculos personales y el imaginario cooperativista impiden colocarse frente a frente con las relaciones de producción que sí existen en su seno. Un sector progresista con el que nadie quiere enfrentarse ni llevarse mal y mucho menos colocarle un espejo: la amenaza latente de ser escrachado por atentar contra la cultura es aterradora y paraliza hasta al más temerario. Sin embargo, es necesario afrontar esos riesgos y dialogar en y con el sector para intentar buscar un nuevo camino para que en el futuro las conversaciones en los pasillos, en los bares y en las paradas de colectivo estén dedicadas a nuevos problemas que, seguramente, vendrán. Lo peor que nos puede pasar es que los viejos problemas obturen el advenimiento de los nuevos.

Nada de esto puede hacerse sin conocer la economía del sector. Hasta al funcionario más honesto, idóneo y munido de las mejores intenciones sólo le queda reproducir los esquemas vigentes si no tiene información y datos. Para eso el Estado debe construir indicadores. ¿Cuáles son los números del teatro alternativo? ¿Es verdad que no hay ganancia? ¿Cómo obtienen sus medios de subsistencia los agentes que lo producen, entonces? ¿Cuáles son los ingresos de los espacios por alquiler para funciones, pero también para ensayos, clases y muestras? ¿Quién paga a los técnicos? ¿Quién paga para que las obras (y por consiguiente los espacios) se difundan? ¿Por qué se aplica el sistema de “6 funciones”, aún en salas subsidiadas? ¿Cuántas funciones son necesarias para que las cooperativas recuperen su inversión? ¿No deberían ser las salas socios partícipes en ese proceso? ¿Qué es una “sociedad accidental de trabajo” en 2019? ¿Sigue funcionando una reglamentación de 1968 después de veintidós años de vigencia de una ley que no existía cuando la misma fue confeccionada? En definitiva, ¿los actores son trabajadores, cooperativistas o clientes del sistema? Pero además de estos cuestionamientos de cara al “mercado interno”, ¿cuál es la capacidad real de exportación del sector, medida no sólo por la participación en festivales o giras, sino también por la gran cantidad de estudiantes extranjeros que vienen al país a formarse en actuación, dirección, dramaturgia, etc. y que también ven teatro? Es en el terreno de la formación que el teatro argentino posee un capital enorme, acaso uno de los más importantes del mundo.

Para terminar, es necesario decir que no todo está perdido. Una nueva etapa se abre y quienes estamos comprometidos con la misma esgrimimos con orgullo la sincera intención de “ser mejores”. Por nuestra parte, tenemos la férrea convicción de que la única fuerza política que puede promover este tan demorado cambio cultural en las Artes Escénicas es una fuerza nacional y popular como el Frente de Todos. Puede hacerlo porque es la única que cuenta con la credibilidad de que su intención no será utilizar la información generada para destruir al sector o para perjudicar a alguno de sus agentes. El camino es el diálogo con los mismos desde la presuposición de la buena voluntad de los participantes en ese encuentro, pero también desde el convencimiento de que sin la racionalización de las lógicas y de la economía del sector todos pierden, también los que ahora (circunstancialmente) ganan. Este diálogo no sólo debe implicar a la gente que hace teatro, sino fundamentalmente a las instancias formativas que perpetúan las formas cristalizadas. Hace unos días, Leandro Santoro afirmó que en el tiempo que se abre “se tiene que poder hacer de la capacidad poética de soñar un instrumento para lograr articular un colectivo que sea lo suficientemente poderoso como para poder romper con las estructuras de pensamiento vigentes y hegemónicas”. Le faltó agregar que muchas veces somos nosotros mismos quienes nos aferramos a las mismas.

Ojalá no perdamos la oportunidad de transformar(nos)… una vez más.

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