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Historia, condescendencia y desafíos: 20 años formando gestores culturales en Córdoba

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Hace exactamente 20 años, iniciaron las formaciones en gestión cultural de Córdoba. Desde entonces, hemos pasado de espacios para idóneos que buscaban convalidar su trayectoria, a una sobreabundancia de certificados, en muchos casos, sin demasiado contacto con la realidad. En el camino, los pequeños trayectos formativos maduraron a las actuales licenciaturas, maestrías y doctorados. Y se modificó el corpus teórico: cambiaron las prácticas culturales mientras al mismo tiempo, se redujo el margen de crítica.

Prehistoria

Un día más frío que hoy, dos décadas atrás, las prácticas de la gestión cultural -una disciplina que siempre existió pero no tenía nombre y campo académico- comenzaban su camino hacia la institucionalidad educativa. La Diplomatura en Actividades Culturales de UBP, fue el ámbito precursor, aunque en rigor, los institutos europeos (cuando la madre patria estaba interesada en la cooperación cultural con nosotros), comenzaron a traer expertos en la materia unos años antes. La animación sociocultural, la producción artística, y elementos como los derechos culturales se condensaron en un campo de estudio. La UNC, poco después, impulsó un espacio desde la Facultad de Ciencias Económicas -que continúa vigente-mientras que personas formadas en el exterior, particularmente en Cataluña, regresaban con aportes fundamentales. Eran épocas cuando el conocimiento venía impreso, y los discos eran redondos y se compraban en las disquerías.

¿Todo tiempo pasado fue mejor?

Quien firma esta nota es licenciado en política y administración de la cultura, algo inimaginable para una universidad pública de ese lejano entonces. Aún más utópico era pensar que la Universidad Provincial de Córdoba -que no existía como tal- licenciaría en gestión cultural a muchos estudiantes cada año, como sucede ahora. Lo que había entonces eran cursos cortos y debates largos. Vale destacar que la dilatada tradición intelectual de la ciudad de las contrabienales, desconfiaba de este nuevo ámbito de reflexión. Éramos algo muy parecido a los técnicos que reparaban heladeras y aires acondicionados.

Montañas de cigarrillos y ríos de café más tarde, queda el recuerdo de una generación que abordó asuntos tabú como el aporte de la cultura al desarrollo económico, un espacio que creó Paula Beaulieu, y a quien se le debe el reconocimiento.

Con las redes sociales pequeñitas se pensaba con todo el ancho de la cabeza: discutir sobre el Premio Arte y Vida Artificial que impulsaba Fundación Telefónica, o los genocidios animales de La Fura dels Baus -para citar ejemplos peninsulares- era un ejercicio posible y sin la descalificación, combustible destilado de la corrección política granhermanista que vivimos.

Acá, en Córdoba y para satisfacción del chauvinismo mediterráneo, debatíamos, pero también reuníamos material y editábamos libros con nuestras propias imprentas mientras el puerto aplicaba la fórmula que venía con el ticket en euros. Referentes como Gabi Borioli y Milagros Ortiz buscaban fórmulas locales, mientras que Adolfo Sequeira conectaba la escena del pensamiento iberoamericano.

Los foros tenían ondas expansivas fuertísimas y te podías despertar después de una noche de discusión y vino, con un mensaje que te retaba a duelo a la salida del teatro. En esa época se trazaron senderos que, al pavimentarse, perdieron todo vértigo. Inclusive la sensación de viajar por las ideas y procesos culturales quedó amesetada porque los límites de velocidad ideológica están medidos en estas rutas nuevas.

El paso del tiempo institucionalizó el sector pero también le pasteurizó mientras el mercado de la cultura tomó coraje y se puso agresivo. El rol de los museos, el carácter delictual del arte urbano, o la pugna entre las discográficas y Spotify -al igual que entre SADAIC y los músicos independientes, acá, más cerca- tomó temperatura y las utopías comenzaron a desflecarse como la bandera de una espacio público que nadie visita.

Lejos de reprimirse, hoy el arte urbano está consagrado y la gesta cuasi heroica que llevó adelante el Perro Emaides cuando produjo la reunión de Fidel Castro, Evo Morales y Hugo Chávez (Ciudad Universitaria, 2006) en un escenario que aún no debe haberse pagado, integran un debate clausurado.

La academia de los temas culturales inició un proceso de decantación y los asuntos radicales, como el papel del estado y los intereses de los espacios partidarios gobernantes, pasaron a un segundo plano. Así, de debatir sobre el marketing para los proyectos culturales -que se cuestionaba en voz alta porque “la cultura no necesita publicidad-, pasamos a la cultura como espacio de márketing. Y nadie se puso colorado.

Presente y futuro del sector

De la intangibilidad cultural fuimos lentamente a un proceso de comercialización en el ámbito de las industrias culturales, mientras que ciertos sectores se adueñaron del discurso y los pergaminos, dejando atrás las peligrosas zonas de la incorrección. En la actualidad, el puritanismo para la pantalla jaquea la polémica y las diferencias, causalmente una de las razones de ser de la cultura.

La intelectualización de activismos y militancias, el rol de la creación como explicación de lo público, o la diversidad como resultado y no como uniforme, parecieran licuarse en una desabrida masa de obsecuencias.

La madurez de una escolástica propia y cordobesa de la gestión cultural, así como su institucionalización, es una buena noticia. Prueba de eso son los estudiantes de otras zonas del país que nos eligen, aunque un desafío pendiente es hacer leudar la problematización. Tarea que la academia debe ejercer sostenidamente.

Enseñar a gestionar aspectos vinculados con la cultura es desmontar la idea de gestión como una instancia burocrática, para dotarla de vida y complejidad. En un tiempo cuando todo se googlea y las primeras respuestas -normalmente patrocinadas- son supuestas verdades, retomar la respetable costumbre de llevar gasolina al fuego del debate y enseñanza de la gestión cultural es algo verdaderamente contemporáneo.

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