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Buscando nuevas narrativas para la cultura: fundamentos, infraestructuras, bienes (y males) públicos

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Publicado originalmente en Culture Polícy Room, bajo el nombre: «The Quest for a New Narrative on Culture: Foundations, infrastructures, Public Goods (and Bads)» el 1 de abril de 2025.
Traducción: Nicolás Sticotti

 

Reformular la cultura

La política cultural está en una crisis profunda.

Desde la década de 1980, el sector cultural se ha visto obligado a justificar su existencia en función de lo que puede aportar a diversas agendas gubernamentales, ofreciendo débiles acuerdos de “toma y daca” a quienes manejan los grandes presupuestos. Estos acuerdos giran principalmente en torno al crecimiento económico en sus distintas formas, pero también a la cohesión social, el fortalecimiento de las comunidades, la reducción del delito, la salud mental, el bienestar, entre otros.

Sin embargo, la marginación progresiva de la cultura se hace más visible en el hecho de que el sector cultural no logró incluir un objetivo específico propio dentro del conjunto de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de las Naciones Unidas en 2015. Esta marginación se repitió en la Cumbre del Futuro de la ONU en septiembre de 2024, donde la cultura apenas fue mencionada, se agrupó junto al deporte, y en lugar de ser reconocida como un área de política pública específica, se diluyó dentro de las políticas económicas, sociales y ambientales.

Como argumenté en mi libro Culture is Not an Industry (2024), (La cultura no es una industria) todo esto se basa en un error categórico fundamental. Existen muchas industrias culturales —incluidas grandes corporaciones globales—, pero la cultura en sí no es una industria. Por lo tanto, necesitamos un reposicionamiento radical de la cultura como un área central de la política pública, junto a la infraestructura material, la salud, la educación y los servicios sociales.

En la última década, muchos economistas heterodoxos se han centrado en cómo “reinsertar” la economía en lo social, para que funcione en favor del bien común, en lugar de ser solo una generadora de crecimiento del PBI abstracto. Lo que resulta notorio, al menos en los sectores progresistas, es la ausencia del arte y la cultura en estas nuevas formas de pensar. Las nuevas visiones económicas heterodoxas, en su mayoría, omiten la cultura. Por ejemplo, Economía donut de Kate Raworth (2018) no incluye la cultura entre sus “fundamentos sociales”, lo cual no sorprende, ya que están basados en los ODS.

Pero algunos cambios han comenzado a ocurrir. El Foundational Economy Collective (Colectivo de la Economía Fundacional – FEC, por sus siglas en inglés), cuyas ideas retomo aquí, lleva la última década buscando reformular las políticas sociales y económicas destacando los requerimientos básicos para una sociedad habitable: infraestructura material, servicios públicos y economías locales “cotidianas” a pequeña escala (FEC, 2018). Esta “economía fundacional”, combinada con una fuerte economía local cotidiana basada en el comercio minorista, servicios personales, recreación, etc., proporciona los cimientos fundamentales para asegurar la seguridad material colectiva que una democracia saludable requiere. La economía totalmente capitalista y “transaccional”, a la que se insta a aspirar a las industrias creativas, es solo una parte del campo económico en general. Aunque inicialmente posicionaban la cultura como un gasto “discrecional” o de lujo, el trabajo más reciente del FEC ahora incluye a la cultura como parte de la “habitabilidad fundacional” (Calafati et al., 2023).

 

La cultura como fundamento

Antes de esbozar un enfoque fundacional de la cultura, quisiera señalar tres principios esenciales que sustentan estos argumentos. Primero, el arte y la cultura son un derecho humano, tal como se establece en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: “Toda persona tiene derecho a participar libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten.”

Segundo, necesitamos recursos materiales y capacidades concretas para que estos derechos abstractos sean efectivos. Esto implica no solo el acceso al consumo cultural, sino también a la educación (en su sentido más amplio), a espacios de práctica cultural, al oficio y al conocimiento experto, y a cierto financiamiento público, sostenido por un Estado de bienestar que funcione. 

Tercero, para participar en la vida cultural de una comunidad, debe existir efectivamente una vida cultural. Sin estos pilares, los derechos culturales se convierten en una formalidad vacía, una declaración sin sustancia.

Primero debemos dejar claro que la cultura a la que me refiero aquí no es la cultura entendida como un “modo de vida” completo —tradiciones, lengua, rituales, etc.—, sino una parte más acotada de ella, lo que llamaría ‘arte y cultura’: lo simbólico, lo representacional, lo estético. Las palabras clave son imaginación (sin la cual no podemos cambiar el mundo ni construir un futuro) y libertad (los seres humanos no actuamos por instinto, sino que debemos elegir en qué tipo de mundo queremos vivir). El arte y la cultura operan a través de estos conceptos usando el sonido, el ritmo, la forma, el movimiento, el color, la imagen, las metáforas y los relatos.

Crean un conocimiento basado en los sentidos y una relación particular con el mundo, diferente a la de la razón analítica, la ciencia, la administración o la tecnología. Una relación que acepta lo particular en sus propios términos y que intenta otorgarle una conexión plena, significativa y, en última instancia, ética con el mundo. Y si eso suena muy educativo, vale decir que ese conocimiento también trae consigo entretenimiento y placer, confrontación y ruptura, consuelo y alegría.

 

La cultura como bien público

Independientemente de cómo intentemos definirla, el “arte y la cultura” constituyen un bien social irreductible: entendido como un bien producido colectivamente, en estrecha relación con el contexto social más amplio y que no puede reducirse a beneficios individuales. Como bienes sociales irreductibles, el arte y la cultura son impensables fuera de las convenciones compartidas, los entendimientos comunes, las formas de práctica y las expectativas colectivas, aunque siempre estén abiertas al debate y la transformación. Sin embargo, la cultura como bien social y público ha sido progresivamente marginada en las políticas culturales.

El reposicionamiento de la cultura como bien de consumo individual fue una de las primeras formas de privatización del neoliberalismo. Las políticas culturales de los últimos 25 años se centraron en tratar de “escalar” un sector emprendedor incipiente para que pudiera competir en este mercado, al mismo tiempo que se impulsaba a las instituciones financiadas con fondos públicos a comportarse como actores cuasi-mercantiles.

La financiación pública solo se mantiene a flote mediante argumentos de “fallo del mercado”, y es ahí donde se introduce el concepto de “bienes públicos”. Desarrollado en los años 50 dentro de la economía neoclásica, los bienes públicos se definen como “no excluyentes” y “no rivales”. En términos simples: todos pueden usarlos y el uso que hace una persona no impide que otros también los usen. Los economistas reconocieron que hay bienes que no pueden cobrarse al usuario, o al menos no a un precio que garantice una rentabilidad comercial. Agua, electricidad, carreteras, educación masiva: este tipo de bienes se suministraban de forma gratuita o a bajo costo, y normalmente correspondía al sector público proveerlos. Esta es una definición negativa de bien público, en tanto se basa en que el mercado no puede proveerlo de manera óptima, por lo tanto se lo considera una “necesidad lamentable”.

Sin embargo, existen muchas tradiciones más antiguas que proponen una visión positiva de los bienes públicos, no solo en términos técnicos o económicos, sino como parte del bien común en sí. Esto incluye la visión republicana clásica y aristotélica del bien público, pero también se encuentra en pensamientos socialistas, socialdemócratas, liberales sociales, conservadores pre-neoliberales, comunitaristas, anarquistas, y en tradiciones civilizatorias más antiguas como el confucianismo, el islam, y se percibe de forma directa en la cosmovisión de los pueblos originarios y las Primeras Naciones, donde la vida comunitaria abarca a las generaciones pasadas y futuras.

Expertos en infraestructuras materiales, preocupados por las consecuencias del deterioro y la falta de inversión estructural frente a nuevos desafíos, han desarrollado otra visión de los bienes públicos, que no se limita al concepto de “fallo del mercado”. La profesora de ingeniería Deb Chachra (2023) define la infraestructura como “todo aquello en lo que no tenemos que pensar”, haciendo referencia a un grado de invisibilidad que la vuelve algo dado por hecho. Pero necesita ser cuidada. Para Chachra y Brett Frischmann (2012), las infraestructuras proporcionan bienes públicos. La no exclusividad no es vista aquí como un obstáculo negativo frente al mercado, sino como una característica positiva: es para todos, ¡cuantos más, mejor!

Las infraestructuras ofrecen beneficios colectivos, algunos previsibles y medibles con indicadores, otros menos predecibles, que habilitan posibilidades a futuro. Implican confianza intergeneracional y deben gestionarse fuera del estrecho motivo del lucro. Como proyectos colectivos, deben estar sujetas a control y decisión democrática. Frischmann quiere conectar las infraestructuras con los comunes, entendidos como un principio de gestión de recursos por parte de una comunidad. Es decir, implican no solo “eficiencias”, sino también una dimensión normativa y política, aún más acentuada en el caso de las infraestructuras sociales y culturales.

Cuando hablamos de la cultura como un bien público, es esencial considerar desde qué perspectiva se define ese “bien público”: si como una herramienta para corregir fallas del mercado, o como un enfoque comunitario de gestión de recursos. Esta distinción tiene implicancias importantes para las políticas públicas.

 

Infraestructura social y cultural

La infraestructura social provee una variedad de bienes públicos que hacen posible el florecimiento humano, y esto también puede aplicarse al campo específico de la política cultural. Como ocurre con otras áreas de política pública, la infraestructura cultural debe proporcionarse idealmente como un bien público. El beneficio social no es la simple suma de beneficios individuales privados, sino un bien colectivo positivo, en el que la participación de cada persona aumenta el beneficio general para todas. Es decir, no se trata de “bienes” provistos por el Estado para individuos aislados, sino que, por su propia naturaleza colectiva, sostienen a la comunidad y la conectividad: a un público.

La cultura financiada por el Estado se ofrece de manera no excluyente a toda la ciudadanía, no porque sea difícil hacer que todos paguen por ella, sino porque se la reconoce como un bien social explícito —que refleja la visión de que la cultura debe pertenecer a toda la sociedad.

Esto implica no solo el acceso a diversas formas de consumo cultural, sino también a la producción cultural. Esta participación activa es lo que Mark Banks (2017) denomina “justicia contributiva”, es decir, el derecho de todos y todas a crear o hacer cultura activamente. Esto requiere una variedad de bienes públicos culturales, tanto tangibles como intangibles, comenzando por la educación, entendida en su sentido más amplio y profundo.

Esto incluiría no solo las habilidades y oficios vinculados a la creación artística, sino también la exposición a una diversidad de obras culturales, históricas y contemporáneas, y a distintas formas de práctica artística. Requeriría una vida cultural pública amplia y accesible, que permitiera participar en esas múltiples conversaciones mediante las cuales se desarrollan y ejercitan el conocimiento y el juicio. También implicaría el acceso a espacios físicos diversos de práctica cultural (ensayo, danza, performance, producción, grabación, programación), a fuentes de saber hacer, de creación y experiencia, y a cierto financiamiento para proyectos.

La infraestructura cultural como bien público incluiría instituciones dedicadas a la educación y formación, la preservación, la exhibición y la representación; servicios culturales como bibliotecas (con sus múltiples recursos materiales), espacios de trabajo, archivos, impresión y codificación; subsidios y financiamiento de pequeña escala para proyectos; marcos legales y regulatorios básicos; medios públicos accesibles, etc.

 

Bienes públicos en el sector privado

La idea de “bien público” no se aplica únicamente a la infraestructura cultural financiada por el Estado y los bienes públicos relacionados, sino también a lo que el Colectivo de la Economía Fundacional (FEC) denomina la “economía cotidiana” a pequeña escala. Es decir, aquellos elementos de la infraestructura cultural que ocurren no solo en espacios que “pueden ser públicos y de uso libre, como bibliotecas, parques y centros juveniles”, sino también en espacios comerciales, como bares, cafés y restaurantes (Kelsey y Kenny, 2021:11).

Lo que a menudo se presenta como “el mercado” es, a nivel local, mucho más parecido a los “mercados incrustados” de Ferdinand Braudel o a la “economía moral” de Edward Thompson que a la eficiente máquina de cálculo de Hayek. La vida cultural cotidiana a pequeña escala es una mezcla de economías del don, trabajo sacrificado, trabajadores independientes, pequeñas empresas, cooperativas de hecho o de derecho, economías informales y precarias, trabajos por encargo, emprendimientos que apenas sobreviven. En resumen, todo aquello que le da “vitalidad” a nuestras ciudades, que se entrelaza con la infraestructura social, que alimenta la innovación artística y da vida a las ecologías donde ocurren el arte y la cultura.

Puede parecer sencillo equiparar bienes públicos con bienes subsidiados por el Estado, pero el concepto también abarca regulaciones, fortalecimiento de capacidades, marcos legales y el “permiso político” general dentro del cual opera el sector privado (Kaul, 2016; Frischmann, 2012). Los mercados dependen de toda una infraestructura legal y regulatoria y, como han mostrado Michel Callon (1998) y otros, necesitan ser creados y moldeados. El propio Hayek sostenía que los mercados solo podían funcionar dentro de un marco previo de valores compartidos (Slobodian, 2018), y como dice Mariana Mazzucato (2024), pueden ser “inclinados” mediante acción estatal concertada hacia los resultados de bien público que queremos que produzcan.

Nancy Fraser (2022) sugiere que, en un modelo socialista, entre las bases sociales fundamentales y la producción industrial a gran escala, hay un lugar para el mercado. Y estas partes de la cultura entran de lleno en ese espacio. Crear un sistema de pago (poner un molinete, hacer que la gente pague, diseñar productos culturales como mercancías vendibles o protegidas por derechos de autor) requiere un modelo de negocio. Encontrar una forma de monetizar sin perder la autenticidad artística es un desafío que todo trabajador cultural conoce muy bien.

Estos dilemas han sido largamente abordados por la economía política de la cultura, pero lo importante aquí es la tendencia inevitable de los bienes culturales a convertirse en bienes públicos. Los bienes culturales no se agotan por su consumo individual. Los productos culturales creados en el sector privado tienden a filtrarse: se comparten, piratean, se copian, terminan en bibliotecas o en listas escolares, se compran para museos, caducan sus derechos de autor, se transmiten por TV. Son bienes sociales irreductibles en dos sentidos:

  1. Su producción es impensable sin el conocimiento acumulado de producciones anteriores: son una especie de lenguaje especializado, que debe aprenderse y practicarse en ecosistemas públicos-privados complejos.
  2. A su vez, contribuyen a ese lenguaje compartido, a esa conversación pública ferozmente compleja y multifacética que es el arte y la cultura.

Que la cultura deba estar libre de interferencias excesivas del gobierno, tener autonomía, ser incómoda, ruidosa, es esencial para cualquier visión abierta y progresista de la cultura. Por eso es tan importante la economía cotidiana de pequeñas y medianas empresas culturales, cooperativas y colectivos, asociaciones, redes sociales semiformales – los clústeres y entornos que hoy imagina la política pública – que producen los bienes públicos de una cultura diversa, vibrante y rebelde.

Esto se ve sobre todo en el impacto inmediato: ciudades vivas, eventos culturales, espacios en funcionamiento, comunidades fortalecidas, disputas democráticas, innovación artística. Pero como ha demostrado la crítica al concepto de “ciudad creativa”, estos bienes públicos – conceptualizados como “externalidades” – son fácilmente apropiados por el capital privado (inmobiliario, turístico, comercial, educativo), a menos que haya una intervención pública deliberada. Los intentos de los gobiernos locales por retener parte de estos bienes para el público también son una forma de bienes públicos: exigir espacios públicos abiertos, porcentajes para arte, aportes a infraestructura y eventos culturales, fondos fiduciarios y otras estrategias para mitigar el impacto del mercado inmobiliario (Banks y Oakley, 2024).

El argumento de Matthew Thompson sobre los servicios locales puede aplicarse fácilmente a la cultura:

“Una economía fundacional financiada por el Estado no necesita gestionarse de forma centralizada y vertical, sino que puede ser descentralizada y gobernada democráticamente a través de organizaciones comunitarias, cooperativas o empresas sociales, que operen dentro de una forma de socialismo de mercado. Un sistema democrático y públicamente responsable de coordinación podría apoyarse en políticas de compras públicas progresivas, que favorezcan a empresas que demuestren eficiencia, valor social y efectos multiplicadores en empleos locales e inversiones en la economía local. Numerosos casos recientes de nuevos municipalismos y de economías comunitarias muestran caminos posibles.”
(Thompson, 2022: 15-16)

Ahora bien, la pregunta sobre cómo conservar estos bienes públicos producidos por la economía cotidiana de la cultura también depende de la capacidad y sostenibilidad del propio ecosistema cultural local. Ya sabemos que las presiones sobre los salarios y condiciones del sector cultural, los espacios de trabajo y vivienda, los locales de música y teatro, las librerías y galerías, el acceso a software de producción o plataformas de distribución, hacen que los pequeños productores culturales estén tan amenazados como los insectos en una megagranja agroindustrial.

Aquí hay posibilidades de intervención pública en bienes comunes culturales: espacios creativos, zonas de entretenimiento nocturno, fideicomisos comunitarios, cooperativas, controles de alquileres, ingresos básicos para artistas, compras colectivas, entre otras alternativas.

Cómo gestionamos todo esto es una pregunta difícil y compleja, sin respuestas sencillas. Esa debería ser —o es— la función principal de la política cultural: encontrar formas de sostener y expandir la producción y la participación en la cultura, involucrando al mayor número posible de personas. La cuestión de la cultura como bien público se sitúa entre el derecho a la participación plena, por un lado, y, por el otro, la garantía del funcionamiento sostenible del sistema interconectado de arte y cultura, público y privado.

 

Enfrentando los males públicos

La tarea no consiste solo en redefinir la cultura como un bien público, sino también en enfrentar algunos males públicos muy serios. Con esto me refiero a todas aquellas fuerzas que amenazan con encerrar, monopolizar o impedir la contribución del arte y la cultura al bien común. Esto tiene también una larga historia, que involucra a los Estados, los mercados, el capital monopólico y las tecnologías, de formas complejas. Forma parte de la historia de la cultura al menos durante los últimos 250 años.

En la actualidad, el mal público más inmediato es la captura progresiva del arte y la cultura por parte de corporaciones globales, que ya controlan el acceso al mercado, las tecnologías de distribución y múltiples formas de propiedad intelectual. A eso se suma la intromisión creciente de la filantropía en el financiamiento estatal de la cultura. De hecho, como han señalado algunos autores, ya no se trata de mercados en el sentido tradicional del término, sino de auténticos cercamientos. Seis de las diez principales corporaciones globales están involucradas en la distribución —y muchas veces también en la producción— de arte y cultura, y su impacto sobre la ecología de la producción cultural a nivel mundial ha sido profundo (Doctorow y Giblin, 2022).

Para quienes trabajan en departamentos de desarrollo económico dentro de las industrias culturales y creativas, esto implica navegar entre amenazas y oportunidades en un mundo en constante disrupción. Pero el efecto devastador de esta realidad sobre la posibilidad misma de pensar el arte y la cultura como bienes públicos en una democracia queda fuera de su competencia.

La permeabilidad entre el arte y la cultura y esa definición más amplia de cultura como “modo de vida” se evidencia de forma negativa al observar cómo el capitalismo de plataformas ha colonizado gran parte del mundo de vida del cual emergen el arte y la cultura. Su captura algorítmica de las preferencias expresadas, esa tecnologización de la elección individual agregada, apunta a reducir la conversación del arte y la cultura a una distracción interminable y una adicción repetitiva.

Con el rápido y no regulado auge del cómputo de modelos de lenguaje a gran escala (la llamada “inteligencia artificial”), lo que Karl Marx llamaba el intelecto general —el acervo común de conocimiento acumulado por la civilización— ha sido entregado, así sin más, a un grupo de tecnócratas sociópatas del norte de California. Como sugiere Jeremy Gilbert:

“En última instancia, no cabe mucha duda de que la plataformización es hoy la lógica social, técnica e institucional clave que afecta la experiencia cotidiana de miles de millones de personas, y las formas en que se relacionan entre sí, se conceptualizan a sí mismas e incluso gestionan o expresan sus emociones más íntimas.” (Gilbert, 2024:4)

Por más que deseemos revitalizar la relación entre el ‘arte y la cultura’ y esa cultura antropológica más amplia —la que abarca el modo de vida, las tradiciones, lenguas, religiones, rituales y más—, el proceso actual de privatización de ambas dimensiones debe preocuparnos seriamente.

 

Un nuevo imaginario

Brian Eno describió la cultura como “un conjunto de rituales colectivos en los que todas y todos participamos… toda la gente, en realidad, todas las personas que forman parte de la comunidad, todos y todas – hemos estado generando esta conversación enorme y fantástica que llamamos cultura. Y que, de algún modo, nos mantiene coherentes, nos mantiene unidos” (Eno, 2015).

¿Cómo sostenemos la posibilidad continua de esa conversación colectiva, fantástica, en toda su complejidad caótica, disruptiva y multifacética? Una conversación en la que nuestra comprensión simbólica, estética o metafórica del mundo —ya visible hace treinta mil años en la Cueva Chauvet en Francia, hace diecisiete mil en Balanggarra Country, al noreste de Kimberley (Australia), o hace tres mil en la Grecia de Aristoteles— pueda seguir evolucionando.

Hoy observamos con impotencia el recorte masivo de presupuestos culturales en América del Norte y (en partes de) América del Sur, el Reino Unido, Australia, Europa y otros lugares. Mientras la radiodifusión estatal y las políticas públicas culturales se reducen o se transforman en instrumentos directos de la política partidaria. Mientras el arte y la cultura son eliminados de la educación o se vuelven prohibitivamente costosos, privatizando de facto lo que queda del sistema de bienes públicos. Mientras el sector comercial es entregado a las empresas de plataformas digitales.

El cuarto poder —la televisión pública, los ecosistemas audiovisuales, los videojuegos, el cine, los festivales, los libros, el teatro, las salas de música en vivo— están todos bajo enorme presión, en riesgo de atrofiarse en algunos casos. Los ecosistemas culturales locales se ven amenazados, ya que cualquier valor público que generen —la vitalidad, la diversidad, la maravilla oculta que hacen que valga la pena vivir— es capturado por el mercado inmobiliario, el turismo, las plataformas, el comercio exclusivo y las universidades corporativizadas.

En estas circunstancias, seguir buscando más métricas de impacto, adaptar los discursos de defensa cultural a los objetivos fugaces del gobierno de turno, ha llegado a su punto final. Es hora de desinvertir radicalmente del artificioso edificio construido en torno a la búsqueda desesperada del “valor cultural”, y comenzar, con urgencia, a articular el valor de la cultura más allá del tecnocratismo y las consultorías que hoy dominan la política cultural realmente existente.

Necesitamos que el arte y la cultura contribuyan a ese nuevo imaginario, como parte de una renovación urgente del sentido de un propósito común y un futuro compartido.

 

Bibliografía

Banks, Mark (2017) Creative Justice. Palgrave.

Banks, Mark and Kate Oakley (2024): Cakes and ale: the role of culture.

in the new municipalism, Cultural Trends, DOI: 10.1080/09548963.2024.2344468

Calafati, Luca, Julie Froud, Colin Haslam, Sukhdev Johal and Karel Williams (2023) When Nothing Works: From Cost of Living to Foundational Liveability. Manchester: Manchester University Press.

Callon, Michel (1998) Laws of Markets. London: John Wiley and Sons.

Chachra, Deb (2023) How Infrastructure Works. Transforming our shared systems for a changing world. London: Transworld Publishers.

Doctorow, Cory and Giblin, Rebecca (2022) Chokepoint Capitalism: How Big Tech and Big Content Captured Labor Markets and How We’ll Win Them Back. Boston, MA: Beacon Press.

Eno, Brian (2015) John Peel Lecture https://www.youtube.com/watch?v=Sw-8pmioR-Q.

Frazer, Nancy (2002) Cannibal Capitalism. London:Verso.

Frischmann, Brett (2012) Infrastructure. The Social Value of Shared Resources. Oxford: Oxford University Press.

Foundational Economy Collective (2018) Foundational Economy: The Infrastructure of Everyday Life. Manchester: Manchester University Press.

Gilbert, Jeremy (2024) “Techno-feudalism or Platform Capitalism? Conceptualising the Digital Society”. European Journal of Social Theory, 27:4 Online First.

Kaul, Inge (2016) Global Public Goods. Cheltenham: Edward Elgar. 

Kelsey, Tom and Michael Kenny (2021), ‘The Value of Social Infrastructure’, Townscapes Policy Report, Bennett Institute for Public Policy.

Marshall, T. H. (1963) Citizenship and Social Class and Other Essays. Cambridge University Press. 

Mazzucato, Marianna (2024) “Governing the economics of the common good: from correcting market failures to shaping collective goals”, Journal of Economic Policy Reform, 27:1, 1-24.

O’Connor, Justin (2024) Culture is Not an Industry. Manchester: Manchester University Press.

Raworth, Kate (2028) Doughnut Economics: Seven Ways to Think Like a 21st Century Economist. London: Random House.

Slobodian, Quinn (2018) Globalists: The End of Empire and the Birth of Neoliberalism. Cambridge, MA: Harvard University Press.

Thompson, M. (2022) “Money for everything? Universal basic income in a crisis”. Economy and Society, 51:3: 353–374.

 

2 comentarios
  1. Vladimir Velazquez Moreira
    Vladimir Velazquez Moreira Dice:

    Excelente e imprescindible artículo para abordar y debatir la cultura desde el punto de vista político, el punto de vista del Estado y el punto de vista del desarrollo: la cultura como bien público irreductible. Por una parte, amplía la mirada para no caer en los reduccionismos habituales de nuevos y viejos economicismos, ni de viejos y nuevos populismos. Una lectura imprescindible para un debate imprescindible, que aún debe librar mucha batalla para liberar a la cultura de la exclusión a la que históricamente ha sido sometida por parte la política hegemónica, sea de izquierda, derecha o de centro. Un debate para repensar el desarrollo, incluso en su versión de ODS, y para repensar los proyectos políticos de transformación en tiempos reaccionarios como los que acechan al mundo contemporáneo.

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    • Nicolás Sticotti
      Nicolás Sticotti Dice:

      Gracias por el comentario, Vladimir. Me pareció clave el aporte de Justin. Creo que debemos intensificar los debates sobre el lugar de la cultura en nuestras democracias, sobre todo en nuestra región.

      Responder

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