Diarios de los confines
Foto: Parque Nacional Chiloé
Anoche no pude dormir. Cuando salió el sol me levanté de la cama y tomé un café. Me puse la malla y mi vestido de entrecasa con las ojotas que no me saco desde que empezó la cuarentena. Después bajé a la calle, aún no había abierto el chino de la esquina, caminé las tres cuadras que me separan del club, trepé las rejas de la persiana que divide la calle de la canchita de fútbol. Me fijé si la puerta que da al pasillo central estaba abierta, pero no. Intenté con las ventanas y lentamente la que da al vestuario cedió. Entré despacio, me saqué el vestido, las ojotas, subí las escaleras que llevan a la pileta, me paré en el borde, sentí el líquido vibrando debajo de mis piés y me lancé. Con el envión me deslicé en las profundidades durante varios metros, buscando rozar el piso con mi cuerpo, mis pulmones perdieron oxígeno y seguí a nado suave para mantener el buceo hasta el último instante. Cuando me quedé sin aire, salí. Mi cara estaba mojada, mis músculos en tensión, podía sentir el cosquilleo que hace el agua en los pelitos de todo el cuerpo y el corazón se había activado. Nadé una, dos, tres, y más piletas. Cuando estuve cansada hice la plancha un rato y me dejé mecer por el agua tibia, casi dormida. Después salí, me vestí. y tomé mi camino de regreso: el vestuario, la canchita de fútbol, la vereda y subí a mi casa. Me acosté en mi cama y me dormí.
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Hay personas que insisten con la palabra confinamiento. A veces pienso que estamos ante los confines exactamente: ese último punto donde alcanza la vista. Llegamos y más allá no se puede ver. Quizá la brújula ahora sea la intuición o el olfato. Otras veces pienso que llegamos a ese punto en el cual el infinito vuelve a empezar y solo es posible mirar lo que quedó atrás y en el medio del mirar están nuestros cuerpos de especie extrañada, pisando con nuestros ojos el huequito que cada uno de nosotros lleva en la nuca.
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Un mundo se terminó. Yo reconozco que en mis últimos años mi vida se había convertido en un sinfín de cosas por hacer. Sabía muy bien que había naturalizado el automatismo, mi google calendar era una paleta colorida de reuniones variopintas: clases, entregas que vencían, horario de oficina y blancos entre medio para atravesar la ciudad en todas direcciones. Yo sentía que ese modelo no se podía sostener por mucho tiempo más, pero igual lo cuidaba como podía, porque al fin y al cabo, tener empleo en este estadío del capitalismo, sumada la tamaña crisis que nos dejó el macrismo, era un privilegio. Además, trabajo en lo que me gusta, y esto, para como está el mundo, supone realmente casi un exceso de dicha. Y digo supone, porque después de viajar horas y horas, estar otras tantas sentada frente a una computadora, tener siempre trabajo atrasado para hacer, pararme frente a un curso y compartir una clase que preparé con entusiasmo pero que di con pocas horas de sueño, me empujó muchas veces a subir al colectivo de regreso a casa, entrada ya la noche, apoyar la cabeza en la ventanilla mirando la ciudad pasar y pensar si era realmente esto lo que me gustaba. Debo admitir que, con lo que a mi vida laboral respecta, en los últimos meses no paraba de preguntarme qué loco amor, que pulsión tan extraña, me había entregado así, de pies y manos, a este ritmo desenfrenado de cumplir con quién sabe qué. Ese mundo de café en starbucks para no dormirse antes de la clase, de fácil netflix para distraerse después de la cena, de salidas “tranqui el finde, porque si no el lunes no existo”, ese mundo amigos, estaba muerto.
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Ayer estuve en el reino de las sombras, escribió Máximo Gorky en 1896 cuando por primera vez vio la imágenes en movimiento capturadas por la cámara Lumière. Los cuerpos fantasmales de habitantes de ese reino, se metieron en nuestras casas, están en la pc, el teléfono, la tv. Hace tiempo que están ahí, pero hace unas semanas no podemos constatar con nuestro cuerpo si en otro lado esas sombras son algo más. Los espectros traen siempre enigmas para resolver. A mi mente, cual explanada en Elsinor, llega cada noche una pregunta: ¿podremos llorar a nuestros seres amados cuando la pandémica muerte los alcance? ¿nos lo permitirá la sucia conciencia de sabernos dócilmente domesticados en el distanciamiento social que nos impuso la ausencia como normalidad?.
Años atrás otros fantasmas venían a mi encuentro, no como sombras, sino como palabras. Mi analista me recomendaba lecturas. En esas épocas me frecuentaba Byung Chul Han con sus tesis sobre la agonía del Eros o la sociedad del cansancio. Yo tomaba apuntes para materializarlo, pero solo lograba deglutirlo y re-configurarlo como una nueva aparición:
La cultura actual del igualar no permite ninguna negatividad del atopos (lo que carece de lugar). Comparamos de manera continua todo con todo, y así lo nivelamos para hacerlo igual, puesto que hemos perdido la atopía del otro. La negatividad del otro atópico se sustrae al consumo. Así, la sociedad del consumo aspira a eliminar la alteridad atópica a favor de diferencias consumibles, heterotópicas. La diferencia es una positividad, en contraposición a la alteridad. Hoy la negatividad desaparece por todas partes. Todo es aplanado para convertirse en objeto de consumo. (Han, 2012: 10)
A la luz de nuestros días, nos cabe la siguiente pregunta: ¿puede haber una instancia que nos sustraiga más la negatividad del Otro que su conversión en pura imagen?. Pero Han seguía tirando letra y yo anotaba:
El sujeto de amor propio emprende una delimitación negativa frente al otro, a favor de sí mismo. En cambio, el sujeto narcisista no puede fijar claramente sus límites. De esta forma, se diluye el límite entre él y el otro. El mundo se le presenta como proyecciones de sí mismo. (…) El Eros hace posible una experiencia en su alteridad, que saca al uno de su infierno narcisista. El Eros pone en marcha un voluntario desreconocimiento de sí mismo, un voluntario vaciamiento de sí mismo. (Han, 2014: 11-12)
Como nos adelantaba desde su título, para Han el Eros agoniza en esta sociedad del consumo o del cansancio. Hay más de Han que se agita en cuarentena, el autor afirma que “solo un apocalipsis puede liberarnos, es más, redimirnos, del infierno de lo igual hacia el otro” (2014: 12). Quizá en estos tiempos que vivimos, podamos ver si es la muerte la que habilita la vitalidad del Eros, como puede verse en otras espectrales escenas:
La dulce Ofelia, flotando en el agua, con su boca medio abierta y la mirada perdida en el espacio, semejante a la de un santo o un amante, sugiere de nuevo la cercanía entre Eros y la muerte. Cantando igual a las sirenas, leemos en Shakespeare, muere Ofelia, la amada de Hamlet, rodeada de flores caídas. (Han, 2014:16)
Por esos días, la cosa se puso peor, cambié de psicólogo y la lectura recomendada fue Yuval Noah Harari. En esa época yo tomaba café los domingos, bajo los plátanos de la vereda de un bar cerca de casa y anotaba:
No tenemos idea alguna de cómo será el mercado laboral de 2050. Por lo general, se está de acuerdo en que el aprendizaje automático cambiará casi todos los tipos de trabajo, desde la producción de yogures hasta la enseñanza de yoga. Sin embargo, hay opiniones contradictorias acerca de la naturaleza del cambio y de su inminencia. Algunos creen que apenas dentro de una o dos décadas miles de millones de personas se volverán innecesarias desde el punto de vista económico. Otros creen que, incluso a largo plazo, la automatización seguirá generando nuevos empleos y mayor prosperidad para todos. (Harari, 2018, p. 38)
Hoy la crisis mundial del coronavirus deja millones de personas desempleadas en el mundo cada semana. El universo del trabajo, tal como lo conocíamos meses atrás se detuvo, pero casualmente muchos servicios están virando a su versión digital, y quien sabe cuantos pasos hacen falta para su automatización.
El planteo sobre el “coche filosófico” que hace Harari, merece una relectura de cuarentena. Mis apuntes decían:
La gente tal vez objetará que los algoritmos nunca podrán tomar decisiones importantes por nosotros, porque las decisiones importantes suelen implicar una decisión ética. Pero no hay ninguna razón para suponer que no serán capaces de superar al humano medio incluso en ética. (…) Por ejemplo, supongamos que dos chicos que persiguen una pelota saltan delante de un automóvil autónomo. Basándose en sus cálculos instantáneos, el algoritmo que conduce el coche concluye que la única manera de evitar atropellar a los chicos es virar bruscamente al carril opuesto, y arriesgarse a colisionar con un camión que viene en sentido contrario. El algoritmo calcula que en tal caso existe un 70 por ciento de probabilidades de que el propietario del coche (que está profundamente dormido en el asiento posterior) muera en el impacto. ¿Qué debería hacer el algoritmo? (Harari, 2018, p. 78-79)
Como mínimo me causa sorpresa ver estos ejemplos a la luz de los dilemas éticos que enfrentamos hoy en día y las opciones traspoladas que se ven en el mundo, sobre “salvar vidas de la muerte por COVID-19 o evitar que miles de millones se hundan en la pobreza”. También releo con cierta suspicacia y no puedo dejar encontrar mucha voluntad de construir hegemonía, futuros posibles, trazar caminos. No puedo dejar de ver al rey desnudo, que lanza autores y posiciona Best Sellers.
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Hace poco alguien comparó el nuevo virus con el HIV Sida y su despliegue en los ´90 en Argentina. Yo nací en 1986, el HIV ya era pandemia. Fui adolescente en una sociedad marcada por la profilaxis. El forro estaba en las pantallas, en las películas de amor o comedia, en las pornos, en las publicidades del cable, en los baños de los bares y boliches. El forro estaba en la vida íntima de nuestras primeras experiencias sexuales, naturalizado. La educación sexual que recibimos era casi nula, pero sabíamos que el forro prevenía del SIDA y el embarazo. Esta comparación entre los virus y sus dispositivos de prevención, como quizá sea el tapabocas para el COVID-19, no puede pensarse separada de otros hábitos que traen aparejados y naturalizamos como sociedad. Junto con ellos llegan escondidas muchas formas de relacionarnos, que aparentemente nada tienen ver.
¿Y si el barbijo llegó para quedarse? ¿y si la distancia social se impone y nuestros cuerpos no se vuelven a afinar con el cuerpo del otro? ¿y si ya no hay marchas, manifestaciones multitudinarias, y con ellas nunca más la emoción intransferible que implica fundirse en el manto social? ¿Y si ya no volvemos a compartir ese útero común que implica el encuentro en una sala teatral? ¿y si ya nunca más volvemos iniciar a una persona extranjera en nuestro banquete ancestral que consiste en compartir un mate amargo?. Es probable que en estos confines estemos dejando atrás muchas cosas. En estos días no puedo dejar de pensar en la publicidad de Doritos “que vuelvan los lentos”. Mi generación no bailó lentos, lo nuestro fue baile en ronda y meneaito. Hace poco alguien habló de futuro: cuando vuelvan los abrazos, dijo. Pensé que era algo así como la versión 2020 del “abrazame hasta que vuelva Cristina”. Las palabras tienen efecto en la realidad, Cristina volvió y como una triste profecía, se fueron los abrazos.
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La cultura viva está prohibida, dice Pancho Marchiaro en su artículo Pan Nuestro (2020), y la deja picando. Intuyo una ventana que se abre. Lo contradictorio es que la cultura construye norma, pero también sabemos que hay zonas de filtración, de resistencia. Quizá en los confines nos preguntemos por la vida y lo prohibido, quizá ante la inexorable muerte reviva el Eros. Quizá hagamos lugar a lo prohibido y esta vez, nuevamente, en hacer lo prohibido se nos juegue la vida. Entonces, qué lindo será volvernos desobedientes.
Referencias bibliográficas:
Gorki, Máximo (1896), “En el reino de las sombras”, citado en Martínez Salanova Sánchez, Enrique (2002), Aprender con el cine, aprender de película, Huelva, Grupo Comunicar Ediciones.
Han, Byung – Chul (2014), La agonía del Eros, Barcelona, Herder
Harari, Yuval Noah (2018), 21 lecciones para el siglo XXI, Buenos Aires, Debate
Marchiaro, Francisco (2020), “Pan nuestro” en revista RGC, disponible en http://rgcediciones.com.ar/
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